VI
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
En muchas ocasiones el
azar se empecinaba en emparejar amistades atípicas y la que empezaban a cultivar
Lorenzo y Fermín bien podía considerarse como una de ellas. El uno había
olvidado en algún cajón, de algún olvidado escritorio, el interés por arañar
segundos al tiempo. El otro se había engullido en tantas vidas que se había
convertido en auditor de ellas. Las desmenuzaba como ese niño que quiere saber
el porqué de todas las preguntas y que además, cuando lo hace, no se conforma
con ello sino que también trata de perseguir el porqué del porqué. Resumiendo
podría decirse que, en realidad, la pareja que casaba a Fermín con Lorenzo
apenas se diferenciaba demasiado de cualquier otra pareja.
A partir de un ¿Quéhoraes? empezaron a compartir complicidades. De la manera en que
se hacen las cosas bien hechas; desde el principio. Primero las más elementales:
el tiempo, las posibilidades de tormenta, los pasados —porque desde siempre fue
más fácil hablar de pasados que de futuros—; luego, de las muchachas que cruzaban
sus paseos con el banco; entonces tanto Fermín como Lorenzo aparcaban los
escritos de Tilve Freire, de Sáenz de Salas o de cualquier otro hacedor de historia
y se centraban en olvidar socavones entre paredes de blusas que se acercaban y se
alejaban sin reparar en ellos.
Se valieron de
los capítulos iniciales para cursar estudios de paciencia, de tanteo, para
licenciarse en distinguir las pausas de los silencios; las que son tregua de
las que son punto y final, las que son complicidad de las que no son más que desprecio;
pero también encontraron tiempo para ejercitarse en el arte de envenenar dardos,
la forma más rápida de estrechar amistades.
— Y dime, cuando
murió el viejo y Leonor enviudó de viuda… —dijo Fermín una noche cualquiera,
tan igual a otra que en nada se diferenciaba de las anteriores.
— Si, murió al
mes. Casi van de la mano —replicó Lorenzo.
Apuró tanto la
respuesta que Fermín no tuvo tiempo de completar su frase. El problema; si a
una respuesta se puede considerar problema, no fue la rapidez en la contestación,
sino que fue el tono ronco con el que la vistió. Sonaba a advertencia, a que con
aquella pregunta rozaba la frontera de la confianza.
— Ya… ¿y tu
padre?, ¿sus hijos?, ¿el negocio? —le atestó a preguntas Fermín, desoyendo la
advertencia, como el que sabe que no dispone de más oportunidades y quiere
gastar todos sus cartuchos en la que cree última.
— Tengo que
cambiar el cartón. Éste ya agria el vino —dijo a modo de segunda advertencia,
como si algún cartón no lo hiciese—. ¿Quién me mandaría a mí… a estas alturas?
Eran
demasiadas las veces en que los aciertos llegaban más por inercia que por
acierto, y fue así, por inercia, por lo que Fermín reconoció al momento que aquella
pausa era silencio y no tregua. Reconoció, además, a qué se debía; aunque sería
más fidedigno haber dicho a quién se debía.
No era la
primera vez que había coincidido estar él ya en el banco y ver como una mujer
se interesaba por Lorenzo. Al rato supo de dos realidades: que ya era capaz de
distinguir según qué pausas y que no siempre no todo lo aprendido es igual de
trascendente.
La
protagonista era una mujer ya hecha señora, de edad incierta, —ochenta años le
atribuía— convenientemente vestida de negro y anciana, que de cuando en cuando,
además de conversación, le llevaba algo de alimento. Albóndigas un día,
revuelto de verduras en potaje en vísperas, algún trozo de carne estofada los
días de fiesta…
¿Quién era?,
¿quién sería?, ¿quién habría sido?
Fermín la
miraba como quien hubiese querido para sí la preocupación que ella mostraba con
Lorenzo. Tanto detalle le exasperaba y le conmovía a la vez. ¿Quién era? Difícilmente
les veía cruzar más de unas pocas frases, pero tampoco percibía que sintieran
la obligación de rellenar silencios con preguntas—respuestas vacías. En lo que
sí se había fijado era en que los días que tocaba hacerlo, la voz de Lorenzo no
tenía el mismo timbre que si hablase con cualquier otro.
— ¿Quién es?
—preguntó Fermín una tarde en que su curiosidad ya medía lo mismo que un edificio
de cinco plantas.
Lorenzo
escuchó como si no oyese.
— ¿Quién es? —reiteró
la pregunta Fermín por si Lorenzo no escuchase la primera, aunque tuviera más la
impresión de que la había obviado.
— ¿Quién? ¿Ella?
—dijo sin que la voz le vacilase. Como si hubiera mil personas a las que pudiera
referirse Fermín.
— ¡Claro!
¿Quién si no?
La siguiente
frase nacía con un tono más endurecido. Entre endurecido y aletargado.
— Es Mariela…
Mariela. Es la hija de mi abuelo. Mariela como mi… —aceptó a contestar con desaire;
como quien ya cansado de responder cien veces la misma pregunta, contesta las
siguientes por simple rutina.
— ¿Cómo mi? ¿Mí?
¿Mi qué? —era tan evidente que ahí faltaba información…
Fermín esperó y
esperó. Esperó el tiempo que duran dos docenas de silencios colocados uno
detrás del otro en pasar y siguió esperando aún después. Espero hasta que tuvo
claro que Lorenzo había optado una vez más por volver a los juegos de las pausas.
Esperó hasta que tuvo claro que de seguir esperando completaría un par de docenas
más, que esperar solo le valdría para volver a ese juego indescifrable de las
pausas que son tregua y de las que son punto y final. Entonces, solo entonces,
abandonó la pregunta, la espera, el banco y la alameda.
Durante el
camino de vuelta siquiera habló. Ni con él mismo, ni cuando se reencontró con
la ausencia de Inés del otro lado de la puerta a su sala de lectura.
Desabotonó el
abrigo, asegurándose no haber perdido ningún botón por el camino y lo tendió en
el perchero con delicadeza, no fuera que de no haberlo hecho antes, los
perdiese entonces. La importancia de los botones se infravalora hasta que, a
medio vestir, se descubre que no están para cumplir su función. Luego se tomó
un instante para el reposo.
En realidad
esa era la intención, pero no había consumido ni un tercio del instante cuando
un pensamiento le golpeó la cabeza y le obligó a posar el culo en el lomo del
sillón de lectura que era el lugar donde se discernían los asuntos de extrema
gravedad. Aquel nombre, aquella voz… sin saber qué, un algo en la anciana le era
familiar, y sin saber cuántos qué hubo de recorrer hasta descubrirlo,
finalmente dio con ello.
Casi que era
lo mejor de toda la casa. Cualquiera de los sillones de lectura tenía
propiedades medicinales. Era sentarse en ellos y su rostro se recomponía, era
levantarse y se constreñía. En ellos había terminado por desmemoriar las
tertulias, especialmente las que eran por mandato, las que le entorpecían las
tardes de entretiempo… y de allí, de esas tertulias venía Mariela. Mariela, la
hija de la panadera.
Un halo de
nostalgia recubrió el apoltronamiento de Fermín que conocía bien la historia,
además de primera mano, si bien su padre era personaje principal de ella. El
hombre, su padre, había dedicado buena parte de sus años de juventud a rondar a
la muchacha sin siquiera obtener la menor de las recompensas por el tiempo
empleado. Nada. Ni un premio exiguo de consolación. Cero. Un día, sin que aparentemente
nada hubiese cambiado respecto a los anteriores, Fermín dejó de oír hablar de
ella. Su padre alegó haberla extraviado en alguna mudanza, haberle perdido la
pista, sin más. No fue así. No. Ni la había abandonado, ni se había mudado, ni
la había olvidado por mucho que le pesase a Fermín padre. Más bien no tuvo más
opción que admitir la derrota, aún haciéndolo después de la enésima cuarta negativa
de la mujer.
Mariela era la
hija de la panadera por más que su madre, Leonor, jamás hubiera sido panadera; por
más que el único vestigio que podía conferir cierta veracidad al nombramiento era
una especie de cofia pastelera con la que amparaba su peinado los días de
lluvia intensa. Ni más lejos ni más cerca de la cofia el nombramiento.
Que a ciertas
edades se enlazan días de invierno independientemente de la fecha que señale el
calendario era algo que se aprende con el tiempo, que a punto de ser guillotinada,
Mariela rescatase aire de una fotografía que le comprimía el pecho era algo que
sólo se entiende en momentos de extremaunción. Eran cosas que no se explican en
los libros y que, tampoco nadie explicó a Joaquín —el hijo menor de Crescencio—
antes de tropezar sus pasos contra un cartel metálico avisando del cierre. Por
invierno; decía…
Mariela lo
esperaba en el último peldaño del tiro de escaleras, compartiendo baldosa con una
maceta de geranios, el mismo lugar que aquella tarde compartían con el atril
metálico.
—Murió —dijo desde
el peldaño con la voz tan endeble como las paredes que recubrían su corazón.
Joaquín era, por
encima de todo, dos cosas: un muchacho de apenas trece años y la sonrisa de la
que iba agarrándose a la vida su padre. Obviamente era más cosas pero sobre todas
ellas, esas dos.
Había nacido
inesperado, cuando ni el tiempo lo esperaba. Menos aún los doctores, sorprendidos
de que el niño no llorase al nacer. Quizá esa fuese la razón por la que creció
como niño callado, con los calcetines de adolescente puestos y el brillo verde
de sus ojos cubriéndole la desnudez.
Trece años
después, su hermana le cogía del brazo por primera vez para cruzar juntos el
umbral de la puerta. En el interior, a quemarropa, sin anestesia ni echar un palo
al fuego para templar el ambiente los recibió una multitud enlutada en negro
que sofocaba la espera en torno a corrillos dispersos, aunque todos tratasen
los mismos ruegos, las mismas lágrimas, las mismas plegarias, los mismos correveidile,
todos todo al mismo tiempo.
— Joaquín,
hijo; ven —decía Alfonso— uno de los amigos de Crescencio, uno de esos amigos
que lo siguen siendo cuando los demás dejan de serlo.
— ¡Joaquín,
Joaquín! —exclamó Elvira braceando compulsivamente, hastiada de debates inservibles:
que si los rojos no casaban con el invierno, que si los claros no eran tanto de
otoño como de verano, que si los hoy eran más el mañana de ayer o más el ayer
del mañana, que si la madera de pino cada vez era mejor, que si sí pero no tanto,
etc.
— ¡Joaquín! —resonaban
voces contra las paredes mustias. ¡Joaquín, Joaquín!, repetían ¡Joaquín, Joaquín!
¡Joaquín,
Joaquín!, y tanto ¡Joaquín, Joaquín! para aquí y tanto ¡Joaquín, Joaquín! para
allá impregnó al niño de la sensación de ser el único centro de atención. Todas
las miradas se clavaban en su cogote y ninguna parecía querer darse cuenta de
que, a los pocos, lo estaban fusilando, algunos de forma tan agreste que llegó
el punto de que le resultó incómodo permanecer allí. ¡Le era incómodo estar en
su propia casa!
Así, de
determinación en determinación, él tomó la propia: estiró cuanto pudo los cinco
minutos siguientes, si cabe con la esperanza de que aquellos ojos que le rodeaban
se diesen cuenta de que lo estaban acribillando pero fue en vano, muy pocos lo
entendieron. Más bien, nadie.
El verse con
las salidas tapiadas le enfrentaba a elegir entre dos opciones; tres, pero la
de desaparecer por arte de magia era imposible y la desechó antes de tenerla en
cuenta. También la de buscar a Tomás. Ir a casa de su amigo suponía tener que
adentrarse otra vez en el laberinto de ruegos, lágrimas y correveidile, así que
las opciones rápidamente se redujeron a una sola: encontrar un balcón en el aguacero.
Lo siguiente
que escuchó fue la voz del sosiego.
De entre el
coro de llantos que trinaban al unísono, Joaquín pudo reconocer el de su madre.
Lo que tardó en enrollarse en su cintura fue nada. Pecho contra pecho, cubriéndose
el uno al otro con el mismo manto de ternura en que se habían abrigado durante
los últimos trece años ya se respiraba mejor... Tenían tanto de que hablar… tanto
que Leonor se conformó con hacerle saber que la vida les seguiría esperando al
día siguiente. Afuera, nada más poner un pie en la acera.
Si en aquel
momento le hubieran dicho que aquella no era su casa, lo hubiera creído a pies
juntillas. Nada le era reconocible, siquiera desde la noche anterior. Por supuesto
la muerte del padre lo cambiaba todo pero no solo era eso. Era la vida que
faltaba en los ojos de Leonor, era el tiempo detenido, eran los huecos, eran las
voces que hablaban rotas…
— Ve —dijo un
sollozo a la vez que señalaba el lugar donde estaba el padre.
Fue entonces cuando
lo vio. Tenía las manos entrelazadas, engarzadas a un traje que había nacido por
primera vez cincuenta años antes. Desde el día de la boda, los dos habían ido
envejeciendo a la vez. Vestía igual que aquel día: traje, camisa del color de
la nieve cuando la nieve es blanca y zapatos negros recubiertos de betún, lo excesivamente
negro para disimular que, en realidad, no eran negros. Era evidente que no era
un día cualquiera. Crescencio no se ponía de traje así por así.
Una mano que
antecedía a una voz que tenía la capacidad de transformar en calma cada palabra
se posó en el hombro de Joaquín.
— Estáis aquí
—les dijo Mariela mientras invitaba a Joaquín a escabullirse con ella a la trinchera
de su habitación, que era en donde, desde siempre, se refugiaban cuando tocaban
tiempos de enfriar lágrimas.
Por supuesto
Joaquín aceptó y entre los dos supieron aprovecharse del coro de plañideras
para esconder el chillido de la puerta al entornarse. Ya del otro lado, fue
indudable que era habitación de chica: el orden, la colocación de izquierda a
derecha, en armonía con las entradas de luz, la colección de frascos de aire…
En el mismo estante guardaba el jarrón de los recuerdos prohibidos y la cajita
de música de las intenciones pendientes; un estante más abajo, los perfumes
visitados al lado de los baúles de ruidos. Para la enciclopedia de sueños truncados,
la ropa y el calzado había reservado dos armarios de pared. Nada que ver aquel
refugio con el de Joaquín.
Para empezar,
Mariela también había dispuesto allí un estante de armario para sí. Joaquín
tenía infinitamente menos ropa, así que ni siquiera lo echó en falta. En su
parte le llegaba con un estante para la ropa, los libros de escuela y aún le
quedaba un hueco para olvidar allí algún juguete de vez en cuando.
Cuando Mariela
abrió el armario para colgar la ropa de abrigo que empezaba a molestarle,
Joaquín reparó en la vieja maleta que perdía días allí, sin nada en común con
sus vecinos de estante.
Era una cosa
extraña. Aquella maleta llevaba años viviendo allí, olvidada. Tan anciana que
no pasaba de ser cuatro paredes de tela que iban casando entre sí con broches
hasta parecer algo parecido a una maleta. Tan olvidada que permanecía en el
altillo de aquel armario desde su llegada. Mitad por falta de confianza en que
pudiese soportar una mudanza, mitad porque estaban seguros de que sería
imposible que la soportase.
En el más
difícil todavía, con una cascada de lágrimas nublándole la vista Joaquín sí
reparó en ella. Al segundo siguiente, sus ojos se volvieron los de un viajero
con un billete recién comprado frente una ventanilla de embarque. Bajo la
costra de polvo descubrió que era azul y, aunque le daba igual que color
tuviese, el azul era su color preferido. La bajó, la limpió, la llenó de ropa y
la llenó de vida; toda la que creyó necesitar en su inminente viaje y cuando no
le quedaba más que cerrar la cremallera se le planteó una duda. ¿Quién de entre
los tres estaría más sorprendido, él, Mariela o la propia maleta sorprendida de
que alguien la estuviese usando? Los pantalones azules, la camisa de cuadros,
—la misma que vistiera cuando Don Servando le diera la comunión— una chaqueta
de lana con la que compartía al menos todos los cumpleaños que recordaba, una
pareja de sandalias de cáñamo que alguna vez habían sido blancas… todo dispuesto
en la maleta, todo esperando apelmazado por si aquella duda inocente que le
acababa de surgir hiciese que reconsiderase su intención.
No fue así.
Igual lo dudó
un instante. No más. Tal vez el mismo que aquel que aprovechó para engullir en
la maleta algo más de abrigo y cuantas mantas más le cupieron.
VII
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
Ya fuera aventura o no, Joaquín se vio
en la necesidad de huir. Atrás sabía que quedaban dos corazones lacerándose
contra las ausencias; pero también que, tal como le había dicho su madre, delante
tenía el día esperándole.
— ¡Eh, eh! —creyó oír a los ojos de
Mariela al otro lado de la puerta.
Era imposible. Estaban en la misma
habitación.
— ¡Suerte! —le
pareció que decía otra vez la misma voz a modo de despedida.
— Gracias —dijo
él por si acaso.
En la acera, sobre
el asfalto lavado, junto a la farola, además del día prometido por Leonor, se
encontró con Alfonso.
— Un abrazo
hijo. ¿Qué haces aquí? —le preguntó. Cansado de los corrillos monotema, el
hombre había salido a contemplar el aire fresco.
— A portarse
bien —añadió.
Igual no era
la despedida correcta, pero, algunas veces, frente a un niño de trece años,
quien habla es la inercia.
— Como siempre
—concluyó Joaquín antes de seguir a sus cosas. Igual en este caso, también
contestaba la inercia.
Tenía la
maleta recuperada y tenía el mundo por delante. Ya solo le faltaba Tomás, su
mejor amigo, que lo era fundamentalmente en base a tres razones. Vivían en
casas contiguas, iban a la misma clase y habían nacido el mismo mes y por supuesto
aquellas, eran razones de sobra, además de ser tan válidas como cualquier otra.
Desafortunadamente
tan bien las consideraba como de poco sirvieron en aquella excursión. Cuando
tocó el timbre, en lugar de Tomás, fue la madre de este quien salió a recibirle
y no de la forma amable en que lo hacen las madres de los amigos, sino que lo
hizo sin esconder ese gesto esquivo que evidenciaba que el muchacho le había
interrumpido en algún quehacer infinitamente más agradable que el de atender la
puerta. De nada sirvió que ella fuera tan vecina de él como Tomás. No tenía
intención alguna de disimularlo.
— Hola señora,
¿puede salir Tomás? —dijo aunque ya intuyera la respuesta aún antes de hacer la
pregunta. Sabía que jugar dentro de casa de Tomás estaba entre prohibido y prohibidísimo.
— No. Está
castigadísimo —respondió la mujer cargando el acento en la ‘s’ de “ísimo”. Sin darse tiempo de abrir
completamente la puerta, sin esperar si a Joaquín le quedase o no algo que añadir.
Luego la
puerta se batió.
Joaquín no se
inmutó. No era ni de lejos la primera vez que ocurría, pero Tomás seguía siendo
su mejor amigo. La única medida que tomó Joaquín fue la de llamarle señora en
vez de por su nombre.
Aunque lo
supiera.
Sabía también
que las eses nunca se acentuaban pero eso no se lo dijo.
La conversación
le aclaró varias cosas; la más elemental, que la puerta no iba a volver a
abrirse tras cerrarse, y la más relevante, que la baja de Tomás le dejaba
huérfano de cómplice. Una y otra circunstancia no significaba más que empezaba
a urgirle decidir si seguir sin su amigo o desertar y regresar a casa como si
nada hubiese pasado. Tal vez, con una pizca de suerte, salvo Mariela, nadie lo
habría echado en falta. Tal vez, con una pizca de suerte, ella tampoco. Además,
¿qué podía pasarle?
Ella le sacaba
quince años y a veces era maravillosa y a veces parecía que lo que más le gustaba
era jugar a ser mamá y no dejar que él jugase. Y los demás… los demás le importaban
menos.
Joaquín valoró
las posibilidades todo lo que un muchacho de trece años puede valorar una
decisión y optó por continuar. Le parecía mucho más sencillo dar mil pasos hacia
adelante que dar dos hacía atrás. Por delante le quedaba recorrer un pasillo de
hielo tan interminable como quebradizo, pero la otra opción, la de renunciar,
no le parecía decorosa; en especial hacia la maleta que ya se había hecho sus
propias ilusiones.
¿De qué manera
le explicaría el abandono?
Desde siempre
había fantaseado con capitanear un gigantesco velero de grandes mástiles, de
velas de fieltro y madera y cañones amenazantes entre tormentas formadas en
alta mar, con navegar encrucijadas impredecibles y aquella maleta, a la que
faltaba todo, y que de maleta solo tenía el nombre, era lo más cerca que
estuviera nunca de veleros y piratas. Estaba totalmente decidido y ya se había
cerrado los huecos para retrocederes y ahorasíesahoranoes.
En muchas
ocasiones son las actitudes inofensivas las que descubren problemas que de otro
modo jamás se encontrarían. Había puesto tanta atención a la ropa que descuidó
por completo lo demás. Unas pocas galletas bañadas en mantequilla y un resto de
café tibio vertido en una cantimplora vacía que resultó tener la rosca pasada
rescatadas a la carrera daba para poco festín. Menos aún cuando al llegar al
muelle supo de la rosca pasada. Ya fue tarde, la mayor parte del café se había
mudado al fondo de la maleta, con lo que el desastre era importante. Solo Dios
supo cuanto echó de menos a Tomás en ese momento.
Para Mariela
la tarde fue tan eterna que habrían podido incrustar tres meses entre ella y la
siguiente sin que la muchacha se enterase. También a Joaquín empezaba a
estirársele demasiado la suya. La ventaja que tenía él, era que su día no tenía
plazo fijo; que casualmente era también su desventaja. Esas cosas pasan cuando
los días parecen tener vida propia y decidir por uno.
Al final del
pasillo encontró los soportales del embarcadero. Abrigado bajo sus arcos tuvo
tiempo de intentar rescatar lo seco, tiempo de poner a secar lo mojado, tiempo
de aprender lo difícil que era esperar cuando no se espera nada, lo complicado
de las complicaciones y lo frío del frío colonizando los huesos; tuvo tiempo
hasta para preguntarse qué era exactamente lo que buscaba allí. Ni siquiera
todas, ni siquiera dos, una sola de aquellas razones debería de bastarle para regresar
al calor del salón con chimenea, pero lo de Joaquín no era huída, era necesidad.
Después de
convertir la maleta en almohada y antes de reconvertirla en apoyabrazos, antes
de volver a hacerla maleta para nuevamente hacerla almohada, seguía anclado al embarcadero,
al otro extremo del mundo de su casa. Desde su púlpito de frio y espera podía
intuir los barcos erguiéndose entre los jardines de nogales y buganvillas que
construían la avenida. La niebla había levantado lo justo para permitirle ver al
trasluz.
— ¡Luís, Luisito!
Ven acá, hombre —llamó alguien.
Joaquín
reconoció la voz. En los pueblos había costumbres y personajes que perduraban
aún bajo el diluvio más intenso y Gaivotas aunaba las dos etiquetas. Para
empezar, en una inteligente maniobra de gestión de espacio, había decidido
aligerarse de información poco útil y dividir los nombres entre Luises y Marías.
Al igual que
Fermín y su sillón de lectura, Gaivotas también había trasladado el salón de
casa hasta el primer peldaño del muelle. Así lo hizo un día en que estrenaba
acné preadolescente y allí continuaba ya con una espesa barba de ochenta y, ocupando el mismo sitio que
había estrenado el acné.
Una vez
jubilado, primero como marino y después como viejo, aquel peldaño era lo más
cerca que podía estar de la mar. La mar le llamaba. Jamás le había llamado el
mar. La porque la sonaba a mujer, a
abrigo, a calidez, a ese cuidado que tenía la mujer con el marino. Por eso y
por algo más que callaba, la mar y no el mar.
— Nada más parecido
a la calma con la que te recibe la mar pasada cada tormenta que las
reconciliaciones sin necesidad de edredones de las parejas —rebatía ante quien intentase
convencerle de lo contrario.
La voz recorrió
el adoquinado dos veces más antes de que Joaquín contestase. Antes de poner un
pie en el pasillo de hielo, el niño no había reservado vez para una charla con
Gaivotas, pero una vez descubierto pensó por segunda vez aquello de ¿qué podía
pasarle?
— ¿Qué estás
pescando…? —se dio cuenta de que no sabía el nombre de pila de Gaivotas y frenó
la frase en seco.
Cuando
Gaivotas estrenó peldaño, Joaquín todavía no era ni idea. Desde entonces se le
dio por descumplir tardes sentado en el mismo paso de escalera. Recién acababa
de cumplir los ochenta y, allí seguía,
con los retoques mínimos que deja la experiencia; la misma que le había curtido
la vista, que le había hecho inmune a las bromas climatológicas y que le había
permitido descubrir a Joaquín encogido en los soportales tras del telón de
niebla.
— Tranquilo Luisito—intercedió
en su ayuda— ni te preocupes. Llámame Gaivotas, como todos. Ni yo me acuerdo. Son
tantos siglos con este…
— Joaquín —corrigió
en vano el muchacho.
— Bueno sí,
Joaquín. Joaquín o Luís. Luís o Joaquín. Tanto tiene —dijo el viejo como quien
dice “hola”.
Joaquín solo
supo devolverle una sonrisa que en realidad era más distancia que sonrisa.
— Me parece a
mí que tú andas de correrías —apostilló el viejo ante la pasividad del niño— y…
hoy, con tu padre aún… no es precisamente el mejor día para que le vayas con sustos
a tu madre, creo yo.
— Debes de ser
el único que no está en mi casa —argumentó el niño. Rescatando de entre sus
tonos de voz, ese que tienen las palabras cuando son sinceras.
— Puede ser,
pero no tengo pensado verme ni a mí de muerto, cuanto más ver a otros, aún si
hablasen los muertos… pero ¿sabes tú de algún muerto que hable?
Por entonces Joaquín
ya se había olvidado de ropas mojadas, ya se había olvidado de fracasos acumulados.
— ¡No! ¡No es
así! —Enfatizó Gaivotas ciertamente contrariado— Ellos también cargan sus
pecados. Te mentiría si te dijese que no. Lo hacen como tú, como yo, como todo
el mundo. Claro que lo hacen.
Levantó la
vista y como encontró que los ojos del niño le atendían, siguió destripando su
historia.
— Si yo mandase,
¡ay, si yo mandase! Sé de más de uno que llevará años rezando para que eso no
suceda… por cierto, no pican hoy los bichos estos. Pronto estos gusanos me pedirán
para tazas de vino —continuó mientras señalaba una tinaja donde dos peces
incomibles se fajaban en desigual duelo.
Luego, sin
dejar que Joaquín se recuperase del sermón clerical que le acababa de soltar,
enlazó otro, sin mediar pausa entre ambos, como si el siguiente continuase el anterior.
— Antes todo
era mar. Todo lo que pisas era mar. Fondo, arena y mar. Nada de adornos. Aquí
nos metíamos hasta las rodillas para quitar cangrejos de entre las rocas.
¡Cuando todavía podías meter un pie en el agua! Cuando el agua conservaba el
color del agua, sin toda esta piedra por medio. Los peces… los peces nos tropezaban
en las manos, ¿y ahora?, ahora no se ve ni el hilo de las cañas, ¡carajo!, mal
vamos.
Llegado a ese
punto, Joaquín hubiese pagado de sus ahorros porque algún pez mordiese el
anzuelo en aquel momento, pero no tuvo suerte. Además, no solo no paso eso,
sino que Gaivotas cada vez parecía más cómodo enlazando oratorias...
— Mal vamos
hijo; —siguió— total a vosotros qué más da, qué más os tiene, si ya ni miráis a
la mar; ¿verdad? En fin.
No cesaba de
hablar. Pocas cosas le enervaban más que el más mínimo menosprecio hacia el (la) mar.
— ¡Carajo, fíjate
como está esto que ni los peces de ahora ven como los de antes! —dijo con
aplastante naturalidad; como si Joaquín supiese como eran los peces de ahora y
como eran los de antes.
Ni cuando
Joaquín desempolvó la maleta del armario, ni cuando la limpió, ni cuando
descubrió que era azul, ni cuando la llenó de ropa pensó en que su necesidad de
huir consistiría en hablar con el viejo Gaivotas a la entrada de su salón del embarcadero
y por supuesto, pensó también que de ninguna manera contaría aquello a Tomás.
Tomás lo había
dejado muy desnudo, le faltaba comida, y ya todo distaba enormemente de lo que
había imaginado frente a la maleta marrón que resultó ser azul.
Por su parte, Leonor
no había movido un brazo, siquiera sintió la necesidad de separar los labios
para coger aire desde que él se había ido. Estaba rodeada de un mundo de sillas
vacías. Tampoco Mariela hacía mucho más que ir de un lado a otro, pasando una
mano sobre la otra, de insomnio en insomnio, tratando de ganar horas al reloj para
que el tiempo volviese a ser el de antes.
— ¡Por fin!
—exclamó Gaivotas en el muelle. Con el mismo trapo que secaba el sudor de la
frente, con el mismo que limpiaba la grasa de la tinaja de pesca, rescataba del
anzuelo la primera víctima del día.
— Mamá;..
— Mamá;
Joaquín, no encuentro a…
— Mamá; no
encuentro a…
Cansada de
coleccionar insomnios y paseos, Mariela ensayaba su confesión.
— ¡Hola! —la socorrió
Joaquín desde la distancia.
A la segunda
vuelta de carrete, con el pez ya asegurado, Gaivotas comprobó tres cosas antes
de quedarse tranquilo: una, que Joaquín no estaba, ni él ni su rastro; dos, que
tampoco estaba la ropa a medio secar en los soportales y tres, que el jurel
tenía un tamaño considerable.
VIII
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
Habían pasado dos días y
Leonor seguía en su tentativa de llegar a morirse en vida, a poder ser, sin llegar
a abandonar la silla de mimbre a la que había confiado sus días. Era bien
temprano y después de varias semanas sin él, el sol volvió a acercarse a la
ventana del cuarto de Joaquín, y sin saber qué había llevado a qué, este decidió
revocar su decisión. Si cabe, quizá solo porque con sol todo se veía diferente.
De esta vez evitando
aspavientos innecesarios.
Lo primero fue
pasar todo el contenido de la maleta marrón que había resultado ser azul al
morral de escuela, mucho más liviano, mucho más moldeable, mucho más práctico.
Lo siguiente, atiborrarlo de comida y de cuantas cosas susceptibles de
solucionarle imprevistos pudiesen caber en él. Tomó de tiempo el mismo que
tardó en acabarse el tazón de pan desmigado en leche del desayuno.
— ¿Vamos? —dijo
cuando ya había echado a andar. Antes, nada más pisar la calle, ya supo que partía
con ventaja sobre la vez anterior.
— Vamos
—contestó Tomás aún dormido.
El camino que
conducía a los muelles y a la escuela quedaba en la misma dirección, lo que ni
era bueno ni era malo; simplemente les permitía encabezar la calle sin sobresaltos.
No era la primera vez que olvidaban los libros de escuela fuera del morral,
tampoco sería la primera vez que juntos se saltaran clase. Sin embargo, sí
había algo que sí era de estrena. Aquel aire que circundaba los cuerpos era
nuevo; como más agrio, más callado. Diferente.
— ¡Vamos,
vamos! —repitió Joaquín cuando llegaron al punto donde el camino se bifurcaba
entre el que conducía a la escuela y el que seguía hasta el embarcadero. Aunque
no lo pareciese así, era más un intento de que Tomás no se autoexcluyera que
una frase de ánimo.
No surtió
efecto. La mirada de Tomás no fue la que esperó encontrar Joaquín.
Sus ojos se diluyeron
como si alguien apagase el interruptor del que dependían. Los de Tomás no
encontraron ningún escondite tan amplio como para desaparecer. De repente se le
hizo de noche y por más que le doliese dejar por segunda vez plantado a su amigo…
— Estoy castigadísimo
— se disculpó — castigadísimo. Él nunca había acentuado las eses.
Joaquín lo
comprendió.
Si un
castigadísimo era malo, dos ya significaban al menos tres o cuatro meses de
enclaustramiento, que, en caso de ser descubierto, el ogro prorrogaría hasta
tres años. Y eso, que tan bien y también sabía Joaquín era la razón por la que
no podía reprocharle nada. A él también le daba repelús la madre de Tomás. Pero
ese tipo de cosas se callan a los amigos.
— Le digo a
Don Silvio que estás enfermo, ¿vale?, a las cinco quedamos aquí para volver a
casa —apostilló antes de elegir la calle que se dirigía a la escuela. Después
de haberle deseado suerte a Joaquín, después de mostrarle una vez más amistad
con la promesa de encubrirlo hasta donde pudiera, después de prometérselo por enésima
vez y después de despedirse de enésima vez.
Joaquín asintió
una vez con la cabeza que bastó para aprobar todo lo que Tomás había dicho.
Poco después, ya desnudo de su amigo, bacheaba los pliegues del embarcadero.
No era
frecuente ver buques grandes puesto que aún permitiéndoselo el calado, las
infraestructuras estaban lejos de ser las más adecuadas para su gran volumen.
Sin embargo las restricciones absolutas no llegaban a ser más que detalles
nimios en los días en que la suerte soplaba de cara. Durante la noche habían
entrado dos barcos, dos de esos barcos que nunca entrarían, enormes, dos rascacielos
que se apoyaban de costado sobre la superficie del mar: el primero, un armatoste
oxidado de bandera a descifrar, un bazar capaz de transportar desde aceite para
hacer jabón hasta cobre al por mayor; capaz de hacerlo, además, sin amenazar
con hundirse. El segundo le disipó cualquier duda. El Gallaica.
Camarote 14-E. Lo que en cualquier hotel
hubiera sido la cuarta habitación de la derecha en el primer piso. Un pasajero
sufre un traspié en la ducha y su pierna no aguanta el topetazo y se quiebra. El
suceso obliga al barco desviar su ruta inmediatamente para proporcionar al
hombre la atención hospitalaria que le urge.
La cercanía del
puerto y el carguero oxidado validando el calado hicieron lo demás. Lo
siguiente radicó en la suerte y en la sucesión de coincidencias. Joaquín tenía
hasta las cinco de la tarde para imaginar. Aquel barco era gigantesco. Lo
primero en verse era el trío de velas desplegadas. No tuvo dudas en cuanto lo
vio. Era gigantesco. No podía explicarse de qué forma se conseguía hacer que
una ciudad flotase. Un centenar de luces que de noche se convertían en
luciérnagas lo descubrían en la distancia. Más de cerca, la mole era tan espectacularmente
grande que resultaba harto difícil fijarse en algo en concreto. Se preguntaba
si alguno de los ocupantes de aquel mastodonte también lo veía a él con la
misma curiosidad que él a ellos. Al menos ellos no tendrían que imaginárselo
detrás de un ojo de buey.
— ¡Sssh! —lo
despertó del sueño un hombre enlatado en un inmaculado traje de corbata roja y
gorra a juego. Medio cuerpo dentro, medio cuerpo fuera de los límites del barco
vociferaba « ¡Sssh! » como si « ¡Sssh! » fuese una orden inteligible. Frente a
él, Joaquín, respirando de su propio vaho de asombro. Pantalón azul, cinturón
de cuerda entre las presillas, camisa de cuadros abotonada hasta el cuello, no
por frío, sino que por miedo de perder los botones desabotonados; chaqueta y
zapatos que, en algún momento, habían sido de estrena. Sin duda ya de que el
hombre de la gorra se dirigía a él.
— ¡Sssh!
— ¡Sssh!
— ¡Sssh! —insistió
el hombre exagerando los gestos con los brazos, cerciorándose de hacerlos tan
ostensibles que el muchacho los supiera para él.
— ¿Podrías
colocar derecha la valla? —le preguntó en cuanto tuvo su atención.
El hombre
señalaba una valla metálica rotulada con el nombre y el anagrama del buque, que
el viento había zarandeado, desplazándola unos pocos centímetros del lugar que
debía de ocupar.
Por supuesto
que a Joaquín no se le escapó el gesto del hombre pero le costaba creer que
fuera hacia él. Le quedó un poco más claro cuando no vio a nadie a su alrededor
por más que girase el cuello. Ni la primera, ni la segunda, ni tampoco la
tercera vez que lo intentó vio a nadie. Estaba solo. Fue entonces cuando, con
la misma suavidad con la que manejaría una bandeja de copas de cristal, sí acercó
la valla al sitio que le indicaba el hombre del traje.
— Muchacho,
¿Te llamas? —preguntó el hombre a modo de felicitación.
— Jo… Joaquín…
Joaquín Troncoso —. La voz le sonaba encogida. — Mi… mi padre… él siempre contaba
historias de barcos…
— ¿Y tu madre?
Estará preocupada —dijo el marino al ver que, realmente, el muchacho parecía
solo en el embarcadero.
— Mi ma… madre
no está en casa —tartamudeó aún más que con la respuesta anterior. Era
consciente de que estaba mintiendo y consciente, también, de que no sabía
mentir. Siempre que lo había hecho lo habían descubierto antes siquiera de
poder aprovecharse de la mentira.
— Está bien.
¡Sube! Tenemos tiempo —sentenció el hombre sin que el niño le hubiese pedido
nada. A la vez, continuaba con su ramillete de gestos, si cabe más indescifrables
que los primeros; gestos que Joaquín, rápidamente, tradujo como indicaciones
del lugar por el que escalar a la mole.
En ese
momento, si no lo estuviesen ya, todos los músculos del niño se petrificaron a
la vez, tan incrédulos como lo estaba él. Ni siquiera fue consciente de que subía
al barco sin conocer la fecha de caducidad de su viaje.
Ciento
cincuenta segundos de reloj después decidió atajar la espera, no fuera a ser
que alguien se replanteara el ofrecimiento y, todavía con la voz temblorosa, accedió
al barco por la misma escalinata de metal que había tapiado detrás la valla momentos
antes. A medida que dejaba un peldaño atrás, notaba como acrecentaba el aroma a
nácar y sal del anterior. A cada peldaño vencido alargaba, sabiéndolo o no, un
paso a la fecha de caducidad.
— Joaquín,
¿Joaquín dijiste, cierto? —le preguntó el hombre de corbata roja, más por
protocolo que por descuido.
Joaquín no
reaccionó. La pregunta significaba que estaba sobre la cubierta de aquella cosa
enorme que flotaba. Significaba que aquello era muy real.
— Hola, soy el
Comandante Sánchez; te mostraré el barco. Lo único que tienes que hacer es
permanecer cerca de mí. Nada más. Con eso bastará. ¿Conforme? —le dijo con voz
ronca.
— Entendido —acertó
a decir el niño con tartamudeo febril.
En aquel
momento, con los nervios tan a flor de piel podría haber aceptado casi
cualquier reto que le ofreciesen.
Era cierto que
aquel capitán de traje cuidado no se parecía en nada al Señor Drake, igual de
cierto era que aquellas calcomanías de marinero en corbata no tuviesen nada que
ver con los piratas de cuento, pero era lo más cerca que había estado nunca de ellos.
Al fin aparecía la aventura.
Joaquín dejó
que su imaginación volase. Vistió al marino de corsario, al contramaestre de
benefactor, a los marineros rasos de timadores expertos, y después de convertir
a cada uno en un sinfín de personajes, los situó en rumbos imposibles, aunque,
sinceramente, no se imaginaba a ninguno lidiando con los abordajes y los
cuencos de ron que poblaban las historias que contaba su padre.
Sánchez le
pasó el brazo por encima del hombro. Tuvo que hacerlo para rescatarlo de la
irrealidad pasajera en la que se había instalado.
— ¡Vamos,
queda mucho que ver! —le instó cuando intuyó que el muchacho trataba de
retroceder dos pasos por cada uno que avanzaban.
— Sí, sí, voy.
Joaquín
tartamudeó más si cabe. No sabía mentir.
Desde el
primer peldaño de la escalinata respiraba asombro en cada bocanada. Aún así,
por inercia pudo recuperar el paso perdido con Sánchez y, atravesando el primer
corredor de madera, juntos se sumergieron en las entrañas del barco.
A aquel primer
pasillo le siguieron las bodegas, los camarotes, el puente, las cubiertas. Cada
estancia daba la sensación de abrirse un paso antes de que llegasen a ella y en
cada una, Sánchez le contaba anécdotas. Una, dos… quince, tantas que no le
hubiesen llegado tres cuadernos de escuela para apuntar todas.
Más pasillos,
más cubiertas, más salones… Joaquín no podía creerse que aquella ciudad aún
fuera más grande por dentro de lo que parecía por fuera. Su casa, la escuela y,
seguramente también la casa de Tomás, aunque no la hubiera visto demasiado por
dentro, hubieran cabido allí. Al menos eso pensaba él.
De todo lo que
vio: los pasillos de madera, las bodegas, los camarotes, las cubiertas, el
comedor… lo que verdaderamente le llamó la atención fue Sánchez.
Aquel pirata
de traje y corbata se sabía el nombre de todos los pasajeros con los que se
cruzó. Sin listas de embarque o notas escondidas, no como Don Silvio que para explicarle
algo necesitaba leer en los libros, ni por supuesto Gaivotas con su laberinto
de Luises y Marías.
Poco después,
Sánchez deshizo el laberinto de pasillos y acompañó a Joaquín a la salida. — Se
nos ha hecho tarde. Mañana a primera hora zarpamos y queda todavía mucho trabajo
por hacer —dijo.
— Muchas
gracias por todo, gracias, gracias, muchas gracias —se felicitó el niño.
— Anda, ve con
tu madre…—dijo el hombre del traje, cuya voz sólo había resultado ser áspera
una vez—… y vuelve a colocar las cosas en la mochila.
Era
evidente que no llevaba los bultos de siempre, puesto que aunque aquel día la
mochila iba ligera de peso, guardaba la forma descolgada de la ausencia de los
libros de diario y esos detalles no se le escapaban a un capitán de barco.
Joaquín le reconoció
con un gesto amable el verse descubierto. Ya tenía demasiado claro que no sabía
mentir. Después descendió la escalinata como si flotase.
De estar con
Tomás, aún haría tiempo jugando a recorrer los amarres saltando de barco en
barco pero lo que acababa de pasarle era más de lo que habría podido imaginar.
— ¡Tomás,
Tomás…! —gritó cuando reconoció a su amigo en la distancia, aún cuando a ambos
les faltaba un buen trecho para alcanzar la bifurcación a la escuela.
— No te lo vas
a creer, Mar —siguió al cruzar la puerta de casa.
Ella siquiera
empezó a escucharle. Se limitó a abrazarlo. No consideraba que era momento de
reproches.
— Estuve
pensando… —dijo Joaquín.
— Me parece bien
—contestó Mariela.
— ¡Estribor!
¡Gira estribor! ¡Todo estribor! ¡Tanto no! ¡Babor, babor!
Con los pies
en seco, desde el muelle, Don Román impartía órdenes como si fuese catedrático
en la materia.
— Bien, bien
—decía, aunque del barco solo quedase ya la estela; aunque jamás hubiese metido
un pie en el agua.
IX
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
Joaquín y Mariela habían dividido los
días. Las noches servirían para reunir el aliento suficiente para cumplir un día
más, incluso rescatándolo, si hiciese falta, de las bolsas de aire que
alimentaban las escombreras; los días, en cambio, servirían únicamente para
malgastarlos.
Joaquín, al menos, tenía la escuela y a
Tomás para compartirlos. Mariela no. Ella había aceptado enquistarse en Leonor.
Había aceptado consumirse con ella, si hiciese falta. Apostaban sus días a lo
que ocurriese entre cuatro paredes irreversibles, castigadas sin poder ser
jóvenes por segunda vez y que lagrimeaban, quizá por un efecto espejo, el mismo
pus amarillento del que luego se vestían
Hasta tal punto habían cuadriculado
tanto su existencia que la monotonía de mil vías del ferrocarril puestas una
detrás de la otra no le parecía tanta como sus días, tan iguales el anterior al
siguiente, y el de después al de antes. Tal
empeño que, atendiesen donde atendiesen, solo encontraban raíles de hierro sin
otro uso que el de estar. Tal empeño que se perdieron los detalles: los días de
otoño, el colorido de los de primavera recién estrenada, la simpleza de los
cuerpos hechos a la rutina… Tanto que casi pasan por alto la nieve.
¡Nevaba!
Era uno de esos días que se escapan a
los guionizados. La nieve nueva caía sobre la anterior hasta hacer una costra
lo mínimamente gruesa, tan poco y tan mucho como para sepultar la hojarasca
bajo un edredón blanco que se alimentaba del goteo de los nuevos copos que se
le escapaban al cielo.
¡Cuánto necesitaba los olvidos Leonor!
¡Qué falta hacían a Joaquín!
La nieve convirtió la alameda en un interminable
patio de recreo y lo llenó de escolares ociosos que chapoteaban sobre sus
huellas a medio dibujar, y lo llenó, también de quienes de no ser por el manto
blanco, hubiesen seguido invernando en sus cobertizos de hormigón y ladrillo.
Era uno de esos días que nacen muy de vez
en vez, pero no era la primera vez que nevaba.
“En la
Iglesia parroquial de San Santiago, a doce del corriente de 1717, yo, Don
Jerónimo Andrade de Lorenzo, cura ecónomo de la misma y sus añejos, bauticé solemnemente
y puse los santos óleos a dos niños gemelos que nacieron el día antecedente al
caer la noche, bajo un manto de nieve que los recibió con ternura cristiana.
Les puse por nombre Josef y Matheo. Son hijos legítimos de Josef Esteiro y
Luisa Bermúdez, su mujer, vecinos todos de mi parroquia. Nietos por parte
patena de Josef y Teresa de Castro y por parte materna de Laureano y Josefa
Estévez. Actuaron como testigos sus abuelos maternos.”
Así
se había atestiguado la existencia de al menos una nevada, quizá la única junto
con aquella, en un libro bautismal.
Leonor lo observaba desde segunda fila.
Desde su apoltronamiento voluntario era testigo de cómo la nieve enterraba
calles donde las había y abría otras donde no las había. Aquello tenía su
belleza innegable. Innegable e incuestionable, Así también lo entendió la mujer
que pronto pensó que mejor en primera fila que en segunda y tomó una opción. Para
empezar por el principio, abrió la puerta del armario y sustituyó la blusa de
duelo por otra de diario, se enderezó la falda y superpuso otro par de calcetines
a los que llevaba. Lo siguiente fue anudar los cordones de sus botines de
interior y apretar un pañuelo negro por detrás de la cabeza, de forma que le abrigase
el cuello, tanto como le desahogase los duelos.
Lo siguiente ya fue olvidar.
Olvidó las botas de media caña y los
botines forrados de lana de cordero justo debajo de donde olvidó buscar el
abrigo de piel. La chaqueta gorda también quiso olvidarla en el armario, antes
o después de coger otra más fina y de punto con la que sustituyó a la primera.
Con ceñirla sobre la blusa le bastó.
Con el trámite del atuendo adecuado a
la opción que había elegido, lo más próximo fue adelantar una fila la butaca de
mimbre. Con mimo, y allí, en su nueva ubicación, en primera fila, se dejó contagiar
de la belleza del paisaje, consciente de que entre alguna de aquellas calles nuevas
que recién asomaban, estaba la que buscaba para sí. Pudiera ser que no hubiese
elegido el sillón más cómodo, pero ella no tenía ni una pizca de prisa por abandonarlo.
Llegó a ser enternecedor ver la forma en que seguía el copo desde la nube hasta
el suelo, cómo se formaba, cómo engordaba antes de precipitarse sobre los
anteriores y como fotocopiaba sus anillos en el edredón blanco.
Todo lo enternecedor que resultaba
verla en absoluta calma asistiendo al espectáculo que ofrecía la nevada se
volvió cruel cuando acabado el ciclo de un copo, la mujer fijaba la vista en el
siguiente, y así continuaba, atendiendo al bucle interminable, inmóvil, en
primera fila de una sala de cine a la intemperie.
Jueves.
Una de la tarde. Hacía escasas dos horas que había caducado la semana de nieves
y edredón blanco. Tres jueves más tuvieron que pasar para que empezara a
calmarse la anormalidad, para que Leonor empezara a olvidar los días incoloros,
los conciertos de toses a medio curar y los rostros de los que se habían
despertado dejando el sueño a medio construir.
No lo tuvo fácil. Las sesiones de
realidad en primera fila le habían vendido una pulmonía irrecuperable, sin que siquiera
tuviera que echar mano al monedero; absolutamente gratis.
Joaquín había
cumplido ya diecisiete años cuando Carmen disfrazó de colores sus días grises
Carmen, antes
de ser Carmen, era una muchacha que acostumbraba a huir de las prisas perdiéndose
en los laberintos interiores del pueblo. Preferentemente por los menos
transitados, los más escondidos que eran justamente los que mejor sabían guardar
la tranquilidad. A su pesar, aquel viernes de víspera también conoció las desventajas
de las callejuelas hechas a la soledad, al sosiego idílico de domingo de paseo,
tan alejado de aquellos otros que anticipaban lluvias. Así, cuando las nubes de
aquel viernes de víspera crujieron, la tromba de agua se cebó en ella. Le caló
las entrañas, incluso antes de que la tromba se hiciese diluvio. Mucho antes de
que Carmen encontrase refugio en un saliente de fachada al que le quedaba lejos
la categoría de voladizo, pero suficiente para procurarle la protección que
hubiera querido tener en el momento en el que aún amenazaba la llovizna.
— ¡Madre mía! ¡Bendito sea el Señor! ¿Qué
haces así muchacha? —le dijo Leonor desde detrás del mostrador al verla encogerse
bajo la cornisa; la última opción que le quedaba de no ahogarse bajo el
aguacero.
El voladizo elegido
resultó formar parte de la tienda donde despachaba Joaquín del otro lado del
mostrador.
La muchacha
ladeó la cabeza en un gesto que escondía vergüenza, poniendo cuidado de no
mojar las cejas que era de lo poco seco que aún conservaba y que, de ser
posible, aspiraba mantener igual. El resto del cuerpo y la ropa se habían mimetizado
con la lluvia, tanto que cada vez que levantaba un pie del suelo, el zapato
escupía un hilo de agua que volvía al zapato después de que intermediase alguna
pirueta circense en cuanto el pie regresaba al suelo.
— Creo que
tengo salido de la bañera menos mojada —decía, como si tuviera que dar una
disculpa por la mojadura.
— ¡Fuera!
¡Fuera, he dicho! ¡Fuera! —tronó una voz de hombre, más cerca del alarido que
del grito y que, inmisericorde, se extendió por los aledaños. Un segundo después
dos sombras cruzaron la calle a la carrera, en dirección contraria al grito, despavoridas,
como si huyeran de un incendio.
— ¡Es Jesús! —profetizó
una clienta que creyó reconocer una sotana en uno de ellos.
Si cuadra la
fijación por los curas se había vuelto epidemia.
— ¿De dónde
saldrán estas marionetas? —añadió, sin importarle si la carrera tuviera sentido
o no.
— ¿Cómo te
llamas? —aprovechó el desconcierto Leonor para interesarse por aquella muchacha
a la que no cesaban de castañearle los dientes.
Carmen no le
prestó demasiada atención. Tenía la vista clavada en la mujer que había hablado.
Se preguntaba qué tenía en contra del tal Jesús.
— Carmen —dijo
luego, ahorrando esfuerzos, en cuanto cayó en la cuenta de que tenía una
contestación pendiente.
Las sombras, que
se volvían siluetas más reconocibles a medida que se acercaban, arruinaron
cualquier diálogo que pudiera crecer después entre Carmen y Leonor. Más cerca
aún descubrieron que unos habían acertado y otros fallado estrepitosamente.
Carmen asistió
al reparto de aciertos mientras curaba la tiritona bajo el abrigo prestado de
Delmira. No se trataba del cura, sino que era el médico y su aprendiz quienes
corrían con la bata recogida a la altura de las rodillas para no perder el
paso.
— Cualquier día acaban con usted Don Carlos
—le soltó al doctor nada más los hombres llegaron a su altura, a lo que Carmen no
añadió una coma, tal vez por frío, tal vez por respeto o, tal vez, por falta de
descaro.
— Aquí el
catedrático confunde ciervos con caballos —dijo el médico, cargando claramente
la responsabilidad sobre su lacayo— A saber ahora en qué calle es el muerto —completó
la frase exprimiendo el poco aire que le restaba en los pulmones.
Carmen, que
hasta entonces había logrado parecer ausente, tuvo que ingeniárselas para
esconder la sonrisa que por momentos amenazaba con escapársele, y que ni la
mojadura podía contener.
— Como me
sigan mandando aprendices así, un día seré yo al que haya que atender, madre mía
—balbuceó Don Carlos, hincando las manos sobre las rodillas y arqueando la
espalda, intentando reponerse de la carrera.
Carmen seguía
la escena sorprendida.
Los hombres
cada vez jadeaban más. Unos jadeos cada vez más enlazados, unos jadeos que no
acallaban con el tiempo, como si a cada segundo fueran más susto y menos
cansancio. Al tiempo, sus venas iban mudando del violáceo a su color original.
La cuestión,
por otra parte, había sido sencilla: Demasiado sencilla. El timbre había sonado
varias veces pero nadie salió a atenderles. No era la primera vez que les
pasaba. No era la primera vez que entraban en lugares en los que los timbres
sonaban varias veces y que nadie salía a recibirles. Una más —pensaron— una de
tantas. Erraron. Ni aquella vez el timbre estaba mudo ni el silencio tenía la
voz de los otros silencios. Una vez dentro no hubo ocasión para marchas atrás
ni para retrocederes de ultimísima hora. Recorrieron la casa en busca del
fallecido pero parecía no haber nadie. Se equivocaron por segunda vez. Ninguno
reparó en la luz restañando bajo la puerta del fondo. Al asomarse, (les
sorprendió), sorprendieron a la pareja en el dormitorio, a media luz, a medio
vestir, a medio hacer y a medio camino del primer capítulo de arrumacos, caricias
y jadeos aún inspirados y el segundo mucho más íntimo; mucho más privado.
Obviamente se
vieron obligados a abandonar la casa a la carrera. Tras de sí dejaban a la mujer
dudando qué esconder primero bajo las sábanas; si su desnudez o su vergüenza y,
debajo de ella, al marido invitándoles a desaparecer “a la mayor brevedad”.
Poco amistosamente, por cierto.
— En fin —fue
todo lo que añadió Delmira al relato de lo ocurrido.
— Cualquier
día a estos los sacan a golpes —dijo dirigiéndose a Carmen.
— Cualquier
día cuelgo la bata —balbuceó Carlos que aún no se había alejado tanto como para
no oírlas.
— Joaquín dame
un paraguas —dijo al llegar al mostrador— de los buenos… que mira como viene
esta muchacha.
Leonor se hizo
a un lado, entendiendo la sutil indirecta de la mujer, que directamente la
había obviado. En lo que tardaron en regalarse una mirada cómplice que una
lanzó y otra no esquivó, Joaquín ya había ido y vuelto de la trastienda con un
paraguas corto pero fornido en ballenas que extendió sobre la piedra del
mostrador.
— Este es muy
bueno. Y ya que la chica parece que lo necesita… también es gratis —dijo sonriendo
a Delmira; aunque ella supiese que, por esta vez, la sonrisa no era para ella.
— No hay como
ser joven. A mí nunca me regalan nada —apostilló Delmira al abandonar la tienda
una vez dio por finalizada su labor de Celestina.
Carmen salió
tras ella, reservándose para sí sola la primera vez en que sus ojos se cruzaron
con los de Joaquín. En el poco tiempo que compartieron en la tienda habían encontrado
tiempo de jugar a mirarse sin encontrarse las miradas. Si ganaba, sonreía; si
se sentía descubierta, sonreía, si escondía la mano bajo el pelo, sonreía.
Aquel extraño juego de miradas parecía fácil; tan fácil como extraño. Luego,
mientras ella intentaba sacar la cuenta de las veces que su cara se había
arrugado y desarrugado, incapaz de saber con qué gestos ni cuanto; él no perdió
detalle de cómo la ropa aún húmeda le ceñía la cintura, dibujándole cada curva
a cada paso que dejaba atrás.
Los días
siguientes fueron un pre-enamoramiento intensivo; se eternizaban y se encogían
en función de la distancia que los separase. Actuaban como los adolescentes que
eran.
Carmen empezó
a inventarse excusas para que sus paseos por las callejuelas estrechas
incluyeran un curioso interés por coleccionar sellos para cartas que no pensaba
escribir, por olvidar el paraguas en la tienda al menos tres de cada dos veces
que la visitaba…
Lorenzo tenía
bastante con buscarle sonrisas en cada visita.
Pronto lo de menos
fue quien ganaba y quien perdía en su juego de miradas y sonrisas.
Eran
adolescentes jugando a descubrirse y actuaban como tal.
X
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
Cada noche Joaquín
intentaba convencerse al calor de la almohada que el día siguiente era el más
adecuado para proponer a Carmen pasear juntos las callejuelas olvidadas.
Pasear, qué fácil parecía algunas veces licenciar pre-enamoramientos aprobados.
Cada noche, también, descubría que a aquella convicción le fallaban un par de matices
sin importancia: que Carmen todavía no lo sabía y que aquello del siguiente era
lo mismo que venía pensando día tras día. Casi mes tras mes.
— El siguiente —repetía
cada noche después de que se le echase encima el día. Así se le estaban escapando
los días: el siguiente, el siguiente…
El siguiente, el siguiente… Había
dejado pasar tantos siguientes que pensó qué importancia podía tener uno más. A
veces tenía la sensación de dejar escurrir tiempo entre los dedos sin siquiera
intentar ponerle freno. Otras, empezaba a sentir un ahogo que ya conocía y que,
de ningún modo anhelaba repetir.
— Tiene que ser ya —se dijo tres suspiros
antes de que Carmen asomase desde la acera contraria. Tan elegante, tan
diecisiete años, tan pausada, tan sí pero no, tan no pero tal vez, tan domingo
en jueves. Tan ojos verdes; de ese verde tan hermoso que da cierta lástima que
tenga que ocultarse al dormir, tan piel tostada teñida del color de las pipas
de girasol cuando secan.
En apenas minutos se giró el pomo de la
puerta y Joaquín no pudo estar más convencido de que aquel era el día adecuado.
— Hola —dijo la voz suave a la vez que
acertaba a la primera con el paraguas en el hueco del suelo que hacía las veces
de escurridor; un invento del abuelo que perduraba gracias a su originalidad;
pese a haber perdido toda su practicidad.
No llovía, pero como las lecciones estaban
hechas para aprender, ella había aprendido a usar paraguas desde el naufragio
del que la habían rescatado. Era mucho más rentable no mojarse que secarse. Lo
primero que hizo fue desnudarse del sombrero y confiarlo junto con la capa al
cuidado de la percha de pie. En ese mismo momento, Joaquín, hubiese declarado
ante cualquier tribunal, y ante cualquiera, haber visto como se encendieron las
estrellas solo para alumbrar la belleza de la joven. Era preciosa desde el
norte de los ojos hasta el sur de los tobillos.
La capa desabrigó un elegantísimo vestido
aguamarina. Suficiente por sí solo de lograr que el muchacho se sincerase,
suficiente para hacer que le contase la colección de siguientes que había ido
deshojando por nunca creerse en el día apropiado; suficiente para terminar por
convencer a Joaquín. Suficiente, también, para que ella le dijera que, en
verdad, nunca había necesitado más que un retal de tela roja y que ya iba por
el tercer cajón; y, tal vez, suficiente también para que le confesase que, no
contenta con los tres cajones, había empezado la mudanza para disponer de un
cuarto.
No ocurrió así.
Ella se limitó a esperar turno mareando
una bailarina de plomo y él… él no estaba seguro si querer atenderla más pronto
o más tarde.
— ¿Quién va
ahora? —preguntó Joaquín suplicando que no fuese Carmen quien levantase la
mano.
— ¿Quién va
ahora? —preguntaba Joaquín deseando escuchar cómo le contestaba la voz suave.
— ¿Quién va
ahora? —preguntó Joaquín, tan pendiente del vestido aguamarina, que realmente había
perdido la vez de a quién atender. Se comportaba como si hubiese decidido dos
cosas a la vez que igual no eran del todo compatibles: dejar a Carmen mareando
la bailarina de plomo cuanto quisiese y desalojar la tienda del modo en que
piden urgencia los malos escritores de cartas, «a la mayor brevedad posible »
La tienda,
ajena a sus vacilaciones eternas, había ido mudando en gente hasta que no
quedaban más que tres clientes amén de Carmen, pero ni por eso se presentaba un
desalojo sencillo. El primero de los tres era Clemente, un viajante encarcelado
en un traje de rayas cosido a una carpeta de cuero marrón, tullido de una
pierna, romo de la otra y monosílabo en palabras, con lo que ganarse la vida
como viajante ya podía considerársele un rotundo éxito; la segunda era Doña
Sofía, una anciana que en un acto de desahucio personal había cambiado cualquier
tipo de prisa por supurar su vejez por cada arruga. El último de los tres, que
no el tercero, era Segundo, un tipo cuya mayor preocupación era evitar los
chistes fáciles en torno a su nombre, un tipo cuya mayor fobia eran las colas
de espera.
— ¿Quién va
ahora? —volvió a preguntar Joaquín a las tres estatuas, tan capaces de
reconocer la torpeza en el vecino como tan incapaces de reconocerse la propia.
— Voy yo —dijo
una voz abriéndose paso entre el atasco de indecisos.
— Dame cuatro
metros de tanza —Gaivotas hablaba sonriendo a la muchacha del vestido
aguamarina.
— Si espero
por estos, cuando salga de aquí ya los peces habrán puesto dos vueltas de
cerrojo y candado en su madriguera.
— Adiós —medio
concluyó ante la permisividad de los demás— ¡ah! y atiende a la muchacha que ya
debe de tener mareada a la pobre figurita —terminó de concluir sumando otra
sonrisa para Carmen, esta vez correspondida.
— En fin… —dijo
el viajante, el primero en hablar, en abdicar y abandonar. Definitivamente, se
había cansado de los vaivenes de Segundo y, por extraño que pareciese, impacientado
por la calma extrema de la anciana. Tras él salió Segundo, ya convertido en
primero y por último, Señora Sofía que, al alargarse la espera había olvidado
qué comprar.
— Esta cabeza mía
no es la tuya —dijo a modo de hasta luego.
— ¡Hola! A mí
dame un trozo de tela roja, como el de ayer —dijo entonces la voz tierna, anticipándose
a la despedida que tenía pendiente Joaquín.
— Hola, ¿tela
roja?, ¿en serio? —Le contestó Joaquín— Y si responder una pregunta con otras dos
no fuese suficiente, añadió, además, una tercera…
— Si… si
quieres al atardecer… si quieres paseamos… si quieres… ¿quieres? —terminó por
decir balanceándose sobre la cornisa del futuro.
Y tal vez
sobre la del miedo, la de la esperanza, la del pánico y, quizás también, con
medio pie sobre la de la vergüenza.
Tenía tan
cerca a Carmen que estuvo tentado a pasarle la palma de la mano por la mejilla.
Así, porque sí, sin siquiera interponer un excusa piadosa.
No lo hizo.
Algo lo contenía en el último suspiro.
Por supuesto a
Carmen no se le escaparon esos frenazos en seco y quiso evitarle más
indecisiones pasándose ella misma, detrás de la oreja, el pelo que descolgaba
delante de sus ojos.
Luego, volvió
a esconder el vestido aguamarina bajo la capa y antes de hacer lo mismo con el traje
de actriz dijo:
— No sé —hacía
que dudaba— si vengo sobre las nueve estaré aquí.
Ni ella misma,
si se oyese, se creería aquella incerteza que lanzaba.
— ¡Hasta la
noche! —respondió Joaquín que tampoco había descuidado que el brillo de los
ojos de Carmen no se había apagado cuando quiso sembrar la duda.
— ¡Hasta
luego! —dijo otra vez la voz dulce que abandonaba la tienda con su retal rojo y
su bailarina mareada de regalo bajo el brazo.
— ¡Hasta la
noche!
— ¡Hasta
luego!
Joaquín tuvo
entonces tiempo de agradecer una de esas pausas efímeras que ofrece de vez en
cuando la tienda vacía, esas que normalmente llegan justo antes de cerrarse la
puerta tras el último cliente del día.
Los ojos de
Carmen ya no fusilaban los suyos y él había empezado ya a enhebrar luegos y
despedazarlos antes de llegar a conocer de la existencia de un tipo de día a mayores
de los que hasta entonces conocía: aquel que entre una obligación y un deseo,
encuentra hueco para incrustar docena y media de horas sin más valor que el
torturar la espera.
Por otro lado,
estaba la prisa habitual con la que avanzaba el tiempo en la tienda. Ni en esas
quiso apurarse. Ni cuando las nubes tapiaron el cielo; ni cuando amenazaron con
volverse plomizas y torpedearle la cita, ni cuando el horizonte que acechaba
por las bocacalles colindantes se volvió cobrizo. Tampoco cuando el reloj de péndulo
amenazó con no volver de su vaivén. Ni siquiera por Carmen apuraba la prisa.
A Joaquín le
costaba creer que jamás se equivocaban los relojes; más concretamente los que
presidían campanarios. ¡Qué bien habían ideado aquella maquina extraña para que
siempre avanzase a pesar de todas las ocasiones que parecía retroceder!
La premeditaba
impuntualidad de Carmen dio pie a que Joaquín divagase y se comiese las uñas
hasta de las estanterías. Entre una cosa y otra, recordó aquella conversación
con el viejo Gaivotas en la que este le había dicho:
— Luisiño,
antes de enamorarte creerás saber todo de todo, incluso todo de la mujer a la
que quieres enamorar. Una vez enamorado, tarde, ya demasiado a destiempo, te
darás cuenta de que cada vez sabes menos de todo, menos de ella y así hasta un
día en que creerás no saber nada. Nada, ni de ella ni de nada. ¿Y sabes qué? Te
habrás equivocado todas las veces.
Por lo demás,
cuanto más oscura se hacía la tarde, más sobresaltos coleccionó; cuantas más
personas veía aparecer, más frustraciones tuvo que solventar. Tras la enésima, un
par de minutos antes de las nueve y media, decidió olvidar relojes, péndulos y
estanterías sobre los que se desvencijaba y centrarse en Carmen.
Fue otro par
de minutos antes de que la silueta de la muchacha se reflejase en el cristal,
justo un segundo antes de que Joaquín saliese a su encuentro sin importarle si
había cerrado o dejado abierta la puerta de su tienda. Un instante después, sin
saber de qué manera se había producido, el aire contorneando la forma de las
buganvillas les sorprendió con las manos entrelazadas y compartiendo un primer
beso en los labios.
Después llegó
el turno de pasear más besos por los jardines de la alameda, por los muelles,
por los… por las… Escuchaban de la mano como los relojes despertaban de sus
silencios cada hora… Tenían tiempo para perder de cuenta el tiempo, para
arañarse en miradas, para desnudarse confesiones, tiempo para más miradas, tiempo
para más besos. Llegaba el turno de tener tiempo.
La mañana
siguiente no solo cambió el número de día del calendario, sino que también
cambió el sistema de medir las distancias: Menos de seis pasos de distancia era
cerca; más, la eternidad.
Carmen y
Joaquín empezaron a anochecer cada día con ese cosquilleo de no saber si el día
siguiente iba a ser uno más de la eternidad o el punto y final de un instante
pasajero. No les ayudó el viento, ya que soplaba del norte y cuando lo hacía en
esa dirección traía consigo aromas nuevos, que como nuevos, eran imperfectos,
efímeros y lo más importante, no ayudaban a despejar dudas. Los más rápidos en
saberlo eran los árboles y los ancianos: los unos porque dejaban de
contornearse como si fuesen acordeones para impregnarse lo más posible de la
frescura rejuvenecedora con la que el aire bañaba sus crestas.
Los segundos, básicamente
por lo mismo, porque se estiraban imitando a los niños que habían sido disfrutando
de los tiovivos de las fiestas populares del brazo paterno.
Irremediablemente,
acabaron los eneros y febreros y llegó el turno de los marzos de primavera que
desembarcaban con todo su equipaje. Sin medias tintas. Vistiendo las calles de
colores y personajes nuevos que, de no ser así, jamás se encontrarían: viudos,
solteras, insomnes y almas cándidas, ladronzuelos, consagrados oradores sin
discurso, filántropos; cobrizos, ocres y añiles. La primavera era eso y más;
era anocheceres al lado del mar respirando el uno de la sombra del otro, era
anteponer un pie al otro, era dibujar y desdibujar huellas hasta conformar las
letras de todos los te quieros olvidados en cajones, era envidia —no siempre
sana— y era repelús.
También tristezas
invernales prolongadas a voluntad propia y letargos obligados a mudarse de
cuerpo a bombo y platillo. Era Carmen paseando los jardines convertidos ya en
balcones al océano y era Joaquín tejiendo besos primerizos. Eso también era primavera.
Joaquín supo
que estaba enamorándose el día que se descubrió trazando tantos futuros más uno
de los fracasos que creía reunir. Cuando todavía estaban lejos de parecerse a las
parejas que morían reflejando besos en el envés de los carretes laxos de las
cañas de pescar, cuando desmaquillar carmines de los labios de Carmen era abrazar
el cielo, cuando los martes ya no fueron más martes de ceniza, cuando encontrarse
era perderse en aventuras olvidadas en siglos anteriores.
Alguna vez,
con los ojos cerrados, Joaquín aún se reservaba algún vis a vis con la vieja
maleta que parecía marrón, luego verde y que en realidad era azul. Ella lo esperaría
en el suelo del embarcadero, a medio abrir, entre la maraña de estibadores que
cumplían su trabajo sin reparar en ella. A ratos agonizaría, como si echara en
falta el aire caduco que avivaba su hueco de armario. Una vez había creído aquel
vis a vis tan real que se había agachado a recogerla. Con la mano a punto de
sujetar el asa, la maleta desapareció. Justo después, despertó.
Carmen necesitó
más tiempo para saberlo. No lo hizo hasta que casi todas sus frases acababan en
sonrisa, cuando convirtió todas aquellas callejuelas estrechas en jardín de
paseo.
En vísperas no
resultaba extraño encontrarla del otro lado del mostrador como si con ello fuera
quien de apurar el reloj… y los besos; y los paseos, aunque siquiera una sola
vez lo había conseguido. Al contrario, eran más las veces que cuanto más cortas
se querían hacer las esperas, más se alargaban; tanto que Tomás aprovechó una
para crecer, otra para olvidar como se jugaba a los exploradores y la tercera
para conseguir que Joaquín olvidase que su madre era un ogro.
Si acaso, con
suerte, algún día lograban pisar los muelles antes de que cerrase el día,
dejaban que el hermoso sonido del roce de sus manos entrelazadas se confundiera
con el crujir de las tanzas limándose contra el hierro de las cañas de pescar.
— ¿Qué tal?
— ¡Luisiño! —exclamó
Gaivotas.
El viejo ocupaba
sofá en su salón. Su voz sonaba a felicidad. A padre que recién se estrena en
el oficio.
— ¿Qué pescas
hoy? —preguntó Joaquín.
— Frío. Hoy lo
que quiera entrar. Hasta que el sol quiera. A estas edades, es muy ruin... A
ti, en cambio, te veo bien...
— ¡Para no
estarlo! Con una muchacha tan guapa de la mano. En mis tiempos...
— Gracias — se
apresuró a contestar Joaquín solapándolo al otro ‘gracias’, igual pero más
suave de Carmen.
— Bueno Luís,
a seguir paseando —dijo el viejo a modo de despedida.
— ¡Adiós! —dijo Carmen.
— Pues parece
que hasta que se vayan, no van a morder —se oyó de fondo.
Los muchachos
lo desoyeron. Ni siquiera se tomaron la molestia de corregirle el Luís.
No hacía
falta. Eran felices.