I
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda. Tuvo ambas cosas claras desde que escuchó por primera vez el
crepitar de la hojarasca bajo sus pies. Fue la misma noche en que entendió que
por más que los silencios fuesen los mismos, no sonaba igual el día que la
noche. Y no solo eso, sino que tampoco se guardaban igual esos silencios en un
banco que en otro.
Todo lo aprendió de una
misma vez. Todo, aquella noche.
El banco; el tercero de los
siete, a duras penas tenía fuerza para seguir en pie, para no resquebrajarse; y
aunque el hecho en sí, en un principio no le preocupaba por improbable, al
momento sí lo hizo. Sucedió, fue en ese momento en que tuvo conciencia de que
si aquello ocurriese, las posibilidades de que fuera con él encima eran demasiado
elevadas. Además, el banco, aquel banco en concreto, le había regalado todo lo
que podía esperar de un refugio de entretiempo. A la derecha, las habitaciones,
a la izquierda el resto de dependencias y en el centro, él.
Lorenzo era parte del
banco. Un hombre respirando cosido a su fortaleza de tabla plisada. Arañando
días a los años que le restaban de vida. Un hombre al que le sobraban tantos
que hubiese pactado, en infinidad de ocasiones, acortarlos. Así, sin más; en
frío. Sin el menor contratiempo. Por fortuna él no tenía potestad de decidir
sobre aquellas cuestiones. En ciertos casos, el suyo formaba parte de esos, es
el tiempo quien decide por uno.
En el suelo, a su derecha,
vivían varios cartones de vino de aspecto indecoroso y calidad cuanto menos dudosa.
Al otro lado, a su izquierda, había espacio para un puñado de pliegues de
cartón tan inservibles como manoseados, tan manoseados como inservibles, tanto
de lo uno y de lo otro que tras fracasar en todos los usos, habían acabado por
servir de portaequipaje de día y de manta de abrigo de noche. A sus pies, bajo
el banco, dos cajas de cartón: una que aún guardaba la forma propia de caja; suficiente
para albergar sus pertenencias… sus recuerdos y otra, tan maltrecha que incluso
había perdido el derecho de llamarse caja, incapaz de tener más utilidad que la
de guarecer la primera de las humedades del suelo.
En los bolsillos no juntaba más que el
puñado de monedas suficiente para traspasar la frontera que separa un día del que
le sigue, igual de castigadas que los propios bolsillos, destartaladas,
apagadas, tristes, como si fuesen ellas mismas las que sufriesen para sí las
heridas abiertas de los amores ya caducados.
Frente al banco había sitio para un
ventanal infinito; tan infinito que alguien había olvidado colocar el ventanal
para no entorpecer las vistas a los sonidos, a la vida, al Palacio de Música…;
a pesar que de palacio no conservase más que el nombre y de música el esqueleto
de hormigón y forja de lo que, en otro tiempo, había sido tarima para lucimiento
de los más variopintos concertistas, aunque si hubiese que juzgar la estructura
exclusivamente en función de su aspecto, difícilmente podría creerse fuera la
original. Resultaba tan imposible creer eso como tan posible era creer que los
tiempos de gloria del palco habían quedado muy atrás, muy muy atrás.
Tan notorio era el proceso esplendor → decadencia
que había vivido el palco que Lorenzo creyó ver mil veces su vida reflejada nítidamente
en él. Era como verse en un espejo capaz solo de devolver sombras. Frente a él,
algunas noches —las menos, las que silenciaban los silencios— intercambiaba júbilos
susurrados; otras —las más, en las que las nieblas atenuaban vientos difuminados—
coreaba eutanasias, y tanto en las unas como en las otras, compartía noche con las
bocanadas de aire nuevo que traía consigo el mar. Era la forma en que había decidido
aligerarse de los insomnios de entretiempo. Siempre con el cuerpo cosido a su
refugio de tabla plisada.
Cada día observaba como cientos de
vidas se cruzaban con la suya, ajenas a sus júbilos, ignorantes de sus
eutanasias. Indiferentes las aes con las bes, aunque tampoco hicieran nada para
dejar de serlo, aunque en realidad no fuesen tan ajenas a la vecina, aunque
ninguna reparase en la vecina por mucho que colindase con ella. Ajenas
inclusive al mundo. Sin querer saber del mundo más allá del espacio vacío que
queda entre una huella y la siguiente.
Los días fueron balsa de aceite hasta
un domingo anterior a un lunes cualquiera. Transcurrían no muy alejados de esos
que despiertan con las preocupaciones diarias poco menos que resueltas. No muy
desigual, ni muy ni poco parecido a ese en que uno se fija por primera vez en
el ruido que hace la luna estrellando su luz contra la hojarasca. Ese mismo día
fue el que escogió el tiempo, la casualidad, el azar, para que un cualquiera que
deambulaba distraído sí reparase en el tercero de los siete bancos de la alameda.
— Perdone,
¿sabe qué hora es? —dijo una voz varonil que vestía un reloj de pulsera en la
muñeca, sin mayor pretensión que la de iniciar un diálogo. Un diálogo de la
clase de diálogos que nacen de la nada, que transitan en la nada y que, por
supuesto, mueren sin haber abandonado la nada.
Lorenzo lo
tuvo tan claro, lo reconoció tan al instante que ni apuró el sorbo de vino que
le mantenía ocupado.
— Sí, es lunes
—contestó cuando el aliento terminó de supurar la acidez del sorbo reciente y
por más que le molestase la gente que se dirigía a él sin sostenerle la mirada,
en esa ocasión actuó como uno más de ellos. Prefirió no engordar su respuesta
ni con una sílaba de más.
— Dios no es perfecto —balbuceó para sí con
voz muda, sin interesarse por conjeturar qué razón llevaba a alguien con reloj a
preguntar la hora a otra persona.
En otro tiempo
pudiera ser que se plantease ser menos descortés. Igual otro día… Igual de no
haberlo encasillado, ya de entrada, en la nada, hubiera excavado más. Ahora no.
Ya no era el de antes. Había convenido no avivar conversaciones que, de por sí,
nacen moribundas, no alargar diálogos innecesarios; escapar de nimiedades, y también,
hacía tiempo que había convenido tener por costumbre cumplir con sus normas.
La puntualidad
cuasi militar de la noche opacó el cielo en apenas minutos, ayudando a que se
diluyera la sombra del hombre en el horizonte. Antes de que lo hiciera por
completo y se apagase la vida en el parque, Lorenzo fijó la vista en la silueta
que se alejaba, con la misma condescendencia lastimosa con la que otros lo
hacían con él. Según se empequeñecía, la creía más incapaz de sujetar el peso
de la cabeza erguida sobre los hombros.
Fermín
aprendió en aquel momento que no era un requisito tan imprescindible que
anocheciese para que el parque se tiñese de oscuro.
Lorenzo, por
su parte, pasó por alto que acababa de juzgar a un hombre —a una silueta— solo
por errar en una tentativa de diálogo; un dialogo que, todo sea dicho, él
tampoco ayudó en sacarlo del silencio, en sacarlo de la nada.
También pasó
por alto este detalle Fermín. A él le tocó deshacer sus pasos en medio del
silencio contagiado. Tan silencio, tan contagiado, tan callado que apagaba incluso
el crepitar de la hojarasca que pisaba. Aún sin reloj, sabía perfectamente que
caminaba a esas horas en que es demasiado pronto y demasiado tarde al mismo
tiempo.
— Dios no es
perfecto —repitió para sí, lamentando la oportunidad perdida y lo repitió un
par de veces más, tal vez para acordarse de anotarlo en su libreta de “A media mitad”.
Fermín dispuso
toda una mañana, la siguiente, para recapacitar sobre el no diálogo. Urgía
dedicarle horas. Algo en él le había atrapado. Era una sensación nueva que le
hizo regresar al parque. Fue incapaz siquiera de esperar que anocheciese, y aún
sin ver ni cuarto de luna, se lanzó a la calle con el miedo de quien acude
atemorizado a rendir cuentas con su doctor, más exacerbado incluso, con el
miedo de quien se sabe perdido de noche en una ciudad que no conoce.
Caminaba con
pasos cortos, sin más razón que la de porque hacerlo de ese modo le daba mayor
seguridad. Así cada paso que avanzaba era una pequeña victoria; y de esas
victorias minúsculas se alimentaba. Tras colgarse la enésima medalla, empezó a
distinguir entre el enjambre de aromas que le envolvían el del vino agrio. De inmediato
sintió como una aspereza que hasta entonces desconocía se hacía fuerte en las
entrañas de su alma. Por si aquella sensación no le bastase, como salvavidas,
le acudió al rescate un rictus apesadumbrado que le arrugó el rostro, como si
estuviese todo el tiempo caminando enlatado en un burka hermético.
La oscuridad
era cada vez mayor, pero aún así supo que estaba en el sitio correcto. Era el mismo
banco que la noche anterior ocupaba el hombre harapiento. Las tablas conservaban
el tatuaje del despojo del vino más reciente, los mismos huecos que servían de mantel
para las docenas de mosquitos que descosían las gotas de vino atrapadas entre los
pliegues inconsistentes de los cartones. Cada elemento guardaba la posición de
la noche anterior, como si cada uno formase parte de un todo organizado; como
si aquel desorden fuese organizado.
Lo que sí
cambiaba en la escena era que el banco estaba deshabitado, con lo que Fermín ya
no tenía una segunda primera oportunidad, sino una diferente. La ausencia de
Lorenzo le concedió el tiempo necesario para examinar meticulosamente el
entorno; de memorizar detalles, cada media sombra, cada esqueje de sonido, cada
quejido de la brisa. Tiempo de apaciguar la espera y tiempo incluso de
despojarse del pánico que lo invadía.
Dos árboles
ancianos a la derecha —jubilados para ejercer de árboles—, vencidos hacia la
derecha, incapaces de repartir de manera proporcional el peso de las ramas. No
se trataba de álamos, aunque sirviesen para vestir la alameda (los álamos
morirían en un clima tan desastroso). “Sin etiquetar”, diría un amigo de la
infancia para quien los árboles únicamente eran frutales o no. Los no eran los
que etiquetaba como “sin etiquetar” Del otro lado, un ciprés. Ciprés porque
realmente era muy alto y alguna vez había oído que los cipreses eran muy altos,
así que tal vez ni lo fuese. De cualquier forma, en caso de que no lo fuese, se
trataría de un pariente cercano con lo que la confusión no iba a incomodar al
árbol. Entre unos y otros árboles, el banco. Viejo. Usado. De listones tallados
de madera blanca. Carcomida. De un blanco que se entremezclaba con el moho antes
de que el aire lo devolviese otra vez a la madera.
Alrededor del
banco la hierba era tan escasa como carente de color. Sin brillo ni tregua para
adquirirlo; sin que las pisadas soportadas le dejasen sanar las heridas. Y así
semejaba ser extremadamente difícil crecer y asentarse. A los pies del banco,
un tronco hueco que alguna vez habría sido arcón y mucho antes habría sido
árbol, servía de descanso para las piernas. Bajo el asiento iban amontonándose
las sucesivas capas de hojarasca que el viento empujaba al suelo en sus
embistes. Tres pisos por encima, ocupando un lugar destacado en el ecosistema
privado, rezumaba un pliego de papel, áspero, maloliente, endeble, viscoso,
cuarteado, enfermizo inclusive.
Con cuidado de
no utilizar más que la yema de los dedos lo cogió, cuidándose a su vez de no
ser descubierto. Obviando, no sin reparo, el olor nauseabundo que destilaba. Fue
necesario deshacer las primeras dobleces, las más sucias y abandonadas hasta
encontrar la primera palabra entera escrita: “Lunes”.
Ni hubo ni
tampoco tuvo tiempo de más. El deplorable estado de la cuartilla lo retrasaba
demasiado y el crujido continuo de la hojarasca lo volvía a cada sobresalto más
torpe. Hasta hacerlo desistir en la tentativa. Tras los síncopes iniciales de
los que se recuperó con mayor o menor rapidez, llegó el sobresalto definitivo
al oír como el dueño de los pasos se acercaba reclamando su lugar en el banco.
Al hombro, casi en caída libre hacia la espalda, a modo de morral campesino,
portaba un saco que en otro tiempo parecía haber servido para transportar
historias y que, con el paso de los años, se había devaluado hasta no tener
otro uso que el de abrigar momentos cuando estos quedan vacíos. Sobre unas
botas destalonadas de esparto lavado vestía barba poblada, del tipo de barba
que ha perdido toda relación de amistad con el agua, que por supuesto no tiene
intención alguna de recuperar, y menos interés aún en esconder. Completaba el
atuendo con un gorro de invierno bajo el que apenas podían adivinársele los
ojos, un vaquero tan ancho como su espalda, y la camisa de listas negras de los
domingos, que era exactamente la misma que usaba cualquier otro día de la
semana. Por encima de ella llevaba una gabardina tan huérfana de botones como
de recuerdos; tan olvidada como huérfana. Por último, entre la piel y el mundo,
solía vestir una costra sempiterna, olor a ropa guardada con la que se enemistaba
y reconciliaba según el momento. Tantas veces como cuadrase hacer.
— ¿Qué hora
es? —dijo desafiante, como si a partir de una hora el banco le perteneciese en
propiedad exclusiva, como si esa hora ya hubiese llegado.
La escena
parecía una repetición exacta de la noche anterior. A cada minuto se hacía más amenaza
de morir idéntica y Fermín no estaba a favor de ello, a favor de la repetición
íntegra. Ni siquiera del simple parecido. Así, a diferencia de lo ocurrido la
noche anterior, no desapareció junto a su sombra sino que se limitó tan solo a
juntar las piernas dando a entender que aquella era toda la concesión de
terreno que estaba dispuesto ceder.
— Dios no es
perfecto —pensó para sí por tercera vez en apenas un día y lo repitió un par de
veces más, tal vez para acordarse de anotar «educación mejorable» en su libreta
de “A media mitad” al tiempo que juntaba las piernas.
Lorenzo también
tuvo a bien hacer su concesión y se ahorró discutir matices y se sentó a su
lado. Por una vez le resultaba más interesante preocuparse por despejar de los
bordes de los envases de cartón los mosquitos que los invadían que por el
supuesto desafío de Fermín. Carecía de relevancia que entre el cartón y su
mano, lo menos sucio fuese el cartón. Una vez creyó tener un par de cartones limpios,
o cuanto menos no tan andrajosos, dejó que sus labios se enamorasen del viscoso
líquido que rezumaba podredumbre desde la noche anterior.
—
Es lunes. Igual que ayer. Igual que mañana —contestó pasado un tiempo, cuando
recordó que Fermín le había hecho una pregunta.
—
¡Cuidado! —exclamó Fermín, señalando un trozo del cartón que se había soltado
por la humedad y que Lorenzo estaba a centímetros de engullir.
— ¿Esto?, le
da sabor —dijo el hombre harapiento sin darle importancia, sin sobresaltarse,
devolviendo con un mimo que no se le presumía el trozo de cartón al lugar que
debiera ocupar y seguidamente añadió — Basta un lápiz para derrotar a un imperio
—sin saber muy bien el motivo por el que lo decía. Lo completó esgrimiendo de
forma amenazante su dedo índice; como si aquel gesto formase parte
indispensable de un mismo todo, como acto principal de la coreografía necesaria
para dar rigor a la sentencia.
Y tal como
había hecho en ocasiones anteriores, tampoco en esta añadió una sílaba de más a
su alocución. Se limitó a esperar que su contertulio se difuminara en la
distancia. Sin estridencias. De todos modos no albergaba mayores preocupaciones
que la inmediata, y la más temprana de ellas era pertrecharse en su fortaleza
en forma de banco de madera blanca carcomida.
De alguna
rendija a medio tapiar se escaparon dos segundos de silencio que bien podían
parecer dos vidas antes de que Fermín acabase su segunda oportunidad como había
acabado la primera. Pareciera, también, que había comprado un álbum de fracasos
al que, a los pocos, iba añadiendo cromos. Frustrado en los primeros momentos,
pensó entonces que por fin había encontrado una similitud con aquel hombre tan
extraño: los dos empleaban una frase comodín y sin saber porqué, una mueca de
haber descubierto una conspiración contra él se dibujó en su rostro y le
acompañó buena parte del camino.
La mañana
siguiente ya semejó ser otra. Había querido amanecer olvidando los cielos
plomizos de los últimos días. Incluso en su anhelo de alargarse se fundió con
la noche haciéndola excesivamente clara. La luna llena había relevado al sol
sin que prácticamente se evidenciase diferencia alguna, sin que nadie se
percatase de ello. Para combatir la ausencia de oscuridad, Lorenzo sumergía sus
labios en vino, como si con ello bajase la intensidad de la luz. Le resultaba
sumamente agradable el sabor que transfería el cartón usado al líquido, por lo
que usaba los cartones una y otra vez, hasta que se volvían incapaces de
soportar el peso; sólo entonces, y muy a regañadientes, los desechaba; siempre
con la duda de que si, de haberlo intentado, hubiesen soportado un uso más.
¡Cuántos besos
hubiese deseado repetir de encontrar en ellos el sabor del cartón de vino
gastado y cuántos otros habría evitado de saber de antemano que no lo encontraría!
Con los ojos
alumbrando tal como alumbraría un ejército de luciérnagas y con más alcohol que
sangre surcándole el cuerpo, desabrochó las dobleces del papel y para sorpresa
de Fermín, lo hizo con intención de leer lo escrito a pesar de que hacerlo le
abriría heridas ya cerradas; y éstas, eran heridas implacables. Heridas de la
clase de heridas que se hacen inmunes a los corazones amortiguados, que se
hacen llagas aún cuando él fuese quien de reconocerlas antes de sobrevenirle. Enjuagó
una vez más los labios en el vino y con el eco de las gárgaras golpeando el infinito
de la alameda, empezó a leer.
«Lunes» (doble
subrayado) Hoy es lunes. Lunes de invierno. Siempre es lunes. Siempre es
invierno.
— Siempre es
invierno. ¿Y mañana? Mañana volverá a ser lunes» Fin —dijo y devolvió el papel
a sus dobleces.
Era demasiado evidente
que eso no era lo que estaba escrito en la cuartilla que con tanto celo
protegía, o al menos, no eso sólo, pero Fermín decidió dejarlo así por el momento.
—No sé, algo
querrá decir —dijo; algo que en realidad significaba: bueno, está bien ¿y
ahora?
Fermín se
estiró cuanto pudo por la curiosidad de comprobar si el papel estaba o no
firmado pero no encontró rúbrica alguna por ningún lado. Pensó que tampoco
tenía mayor importancia. Aquella cuartilla maloliente era tan superviviente
como lo era el propio Lorenzo.
Ambos habían
compartido las mismas noches en la alameda y haberlo hecho sobreponiéndose a
las embestidas del vino, tenía su mérito.
No obstante sí
hubo algo que llamó poderosamente la atención de Fermín y fue que antes de que la
noche se cerrase por completo, Lorenzo escudriñase el fondo del saco hasta
alcanzar una cajita de madera que había ido perdiendo juventud en los continuos
trasiegos. De ella sacó más pliegos como el que había dejado a medio leer
Fermín, tan fosilizados como la propia caja, cosidos entre sí con hilos de
distintos colores y trazos tan torcidos como cartones de vino hubiese bebido el
día que tocase zurcir. Completamente descuadrados unos respecto a los otros,
sin ordenar, sin numerar, sin etiquetar, sin vestir…
Fermín les
encontró notable parecido con las hojas de los diarios desprovistos de
cubiertas, esas hojas que por alguna razón irracional adquieren el privilegio
de ser conservadas frente a otras, que son rechazadas, aún siendo idénticas a
las primeras. Que sobreviviesen con sus respectivos sobres y tapas ya era una
utopía. Fue entonces cuando Fermín comprendió la importancia del espacio para
Lorenzo; las tapas y los sobres sólo servían para ocupar un hueco demasiado
valioso para regalárselo así como así a unos simples envoltorios, y en su vida,
el espacio, era un bien caro. Muy caro. Había llegado el momento en que casi
todo le entorpecía.
Una vez
desabrochados todos los pliegos, Fermín creyó leer
“Cerrado
por invierno”
Justo una
línea por encima del “«Lunes» (doble subrayado)” que había leído Lorenzo.
II
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
Fermín, tal vez prisionero
de la incertidumbre, pasó semanas sin perseguir un encuentro con el hombre harapiento.
Cada mañana amanecía más cabizbaja que la anterior, si cabe estrangulada por las
madrugadoras nieblas plomizas de primera hora que golpeaban en la puerta de su
refugio invitándole a no salir de él. Cada mañana, además, siempre se
encontraba con algo que le recordaba lo pretérito que le quedaban los tiempos
en los que los refugios vivían del otro lado de los muros de las casas.
También cada mañana era conocedor de que
no lejos de sus muros se levantaban los de Lorenzo, y fue así, a partir de saberlo
por lo que sí empezó a sentir la necesidad de indagar en el habitante
harapiento de la alameda.
«Cerrado por invierno» rezaba la frase
troquelada en un cartel metálico. Detrás, un hogar disfrazado de bazar de
principios de siglo, tan atestado de años como de estanterías rebosantes de
artículos de toda clase: necesarios algunos, extravagantes otros, de utilidad
dudosa otros… Había cabida para tantos que también los directamente inservibles
tenían su lugar.
En tiempos, el bazar había sido punto
de referencia y encuentro eterno de clientes, visitantes y curiosos, de
transeúntes agolpados ante el mostrador con la paciencia del pescador novel que
espera frente al anzuelo vacío su primera pieza. Todo enjaulado entre muros de
mármol y granito; de más granito que mármol —todo sea dicho— que de haber
tenido memoria, recordarían que, en algún tiempo, aquel bazar había estado
entre los lugares más emblemáticos del pueblo; amén de ser platea de rumores y
chascarrillos varios, que, en ocasiones rozaban lo sobrenatural; más, si cabe,
cuando los ancianos se esforzaban en pormenorizarlos y engordarlos hasta hacerlos
rozar la leyenda.
Incrustadas en
la fachada principal destacaban las vidrieras, tan diferentes una de otra… de
tal belleza que el arquitecto había dispuesto protegerlas por un ejército de
ángeles tallados de la misma roca; amenazantes a pesar de ser ángeles, fieles a
pesar de parecer amenazantes, vigilantes de todas formas, como quien tiene por
encargo defender una planicie desde su torre de piedra.
De muros hacía
adentro la vida avanzaba como si de un enfermo estabilizado se tratara, sin
demasiados altibajos y siguió así hasta el día que olvidó hacerlo. Hasta el día
en que un achaque fulminante, tan fulminante como inoportuno, estranguló el
aire y destempló las paredes, empotró las puertas y silenció el ruido… sobre
todo el del ruido apagado. Siquiera el mobiliario fue una excepción: también había
perdido su sitio en el espacio diáfano, tan vacío como repleto de oquedades que
filtraban, según la conveniencia de cada momento, la luz que llegaba a través
de las vidrieras alegrando el tedio interior. En el centro del vacío, tan sólo
una sábana —más mortaja que sábana— habitaba en el caos. Cansada, débil, agonizante,
tanto que apenas reunió la fuerza suficiente para aletear cuando Fermín pasó la
mano por los cristales. Por más que lo intentó, le resultó imposible ver algo
en la nada. Aquella tarde sí pareció que el desorden había hecho su viaje sin
billete de vuelta. El bullicio… ¡Todo faltaba! ¡Gente! ¡Faltaba gente!
De muros hacía
afuera el día vaticinó sinsabor nada más despuntar. El sol había perdido en brillo
y ganado en palidez respecto a los días anteriores. Había amanecido envuelto en
una nada negruzca que amenazaba envolverlo todo y que remarcaba las heridas que
lastraban el negocio después de que una repentina enfermedad obligase a que Don
Crescencio se jubilase prematuramente. Sin tener el más mínimo detalle con él.
Sin concederle siquiera la limosna del tiempo necesario para subastar herencias,
sin tiempo de desamontonar el polvo que se esparcía en el suelo vistiendo las costras
en los azulejos astillados.
Aquello
desencadenó todo. El caos surgido apenas dejó diferencias entre el edificio y
el día. Los dos estaban igual de apagados, igual de tristes, igual de gélidos,
igual de… tal vez igual de contagiados por la rutina invernal que volvía los
días grises. Uno tras otro, sin importar cuantos caducaran, el siguiente era siempre
más gris que el anterior, y que el otro y también que el siguiente.
Sin embargo,
como en todo caos desordenado, de cuando en cuando aparecían excepciones más
cromáticas, así, como huyendo del gris invasor, como si se tratase de un día de
Agosto incrustado en Noviembre, Fermín descubrió que aún quedaba un hueco para
asomarse a ventanales imaginarios; un hueco para descubrir a través de ellos la
vieja Plazoleta de Ojea, la elegancia de los puentes empedrados de antaño, inmaculados,
respirando el mismo agua que surcaría en siglos anteriores bajo sus arcos; o
para descubrir cómo nuevas parejas de adolescentes jugaban a hacerse mayores
casi del mismo modo que lo habían hecho muchas otras antes que ellas, jugando a
enamorarse esquivándose las manos a la vez que se acariciaban los nudillos, completamente
perdidos en la belleza de lo momentáneo.
El propio
Fermín se había pasado tardes enteras en aquellos puentes, pero aquella vista a
través del ventanal imaginario era totalmente distinta a la que tenía delante.
Del otro lado
del puente (del real, no del imaginario) se izaba al cielo la Iglesia de
Santiago el Mayor, desde siempre, enjuagando con acierto un buen número de
estilos constructivos antagónicos entre sí. Un edificio peculiar al que todo
encargado de reforma alguna trataba de perpetuarse firmando algún nuevo detalle.
Así, era necesario atravesar un angosto pasadizo soterrado para llegar desde el
altar hasta el campanario. Allí, alguien había dispuesto situar una balconada
circular abrazando la torre, como salvaguarda de no se sabía bien qué. Ya en el
interior destacaba la belleza perenne de los retablos, la madera virginal del
entramado de riostras… aunque lo que más llamaba la atención era su Cristo;
especial porque al no haber consenso sobre qué postura debía de tener,
finalmente otro alguien con suficiente voz y voto, había decidido que luciría con
los dedos entrelazados en la misma soga que le ahorcaba las muñecas por encima
de la cabeza.
En el exterior
un muro de piedra protegía la parte más expuesta al agua, el mismo cauce vacio
que ya desnudo de agua, solo era útil para servir de pasillo fronterizo entre
las parejas que perseguían el deseo en el humo de las cenizas y las que ya se
arrepentían de haberlo buscado en ocasiones que no querían ni recordar. Por si faltase
algo, otro encargado de obra había decidido que para preservar el romanticismo
y la intimidad que necesitaban para sí las parejas que se jugaban su futuro a
cara o cruz en el puente, nada mejor que colocar un travesaño metálico
engarzado cada tres postes de piedra que resonaría sin piedad al mínimo roce.
Aquel pasado
no debería de diferir mucho del presente que tenía Fermín frente a sus ojos,
pero en absoluto era así. Sí lo hacía y mucho. A decir verdad, Lorenzo ya había
empezado el día torcido; más bien continuaba bacheado desde la noche anterior y
el plato de sopa había sido el primer conocedor de ello. Lo había embestido con
tal saña que si tuviese la opción de sangrar, lo hubiese hecho. Empotraba la
cuchara contra el plato como si lanzase dardos al centro de una diana, como si
aquello fuera a redimirle de su catatonia pasajera.
¿En qué lugar
se había torcido la vida de aquel hombre hasta convertir en hogar, o cuanto
menos en una estancia más de su hogar, un banco de alameda?
En esa
pregunta se atoraba cualquier planteamiento de Fermín y esa pregunta era la que
le había llevado aquella mañana al parque y, la que le había llevado desde el
parque a la puerta de la tienda de Crescencio.
Fermín había
olvidado tanto su alrededor que solo volvió en sí cuando le resultó harto difícil
imaginar aquellas cuatro paredes de la tienda vacía en esplendor. Ante la nada
se hace complicado imaginar. La inauguración, el robo que se había muerto como
simple tentativa, los anuncios a media página en el boletín municipal o la colección
de crisis que nunca mermaron el ánimo del viejo… Sin embargo sí constató que
había algo que no hacía distinciones entre auges y declives, que transcurría
igual en la nada como en cualquier otro sitio; y ese algo era el tiempo y de
él, los rasguños haciéndose mayores al ritmo que lo hacían las parejas de los
puentes, hasta convertirse en hondas heridas, algunas irrecuperables.
— Buenas noches —dijo Fermín en cuanto vio a
Lorenzo ocupar su banco, el tercero de los siete.
— Buenas
noches —respondió Lorenzo al momento. En el mismo momento en que Fermín dudó si
había dicho en alto o para sí aquello de — Mira, parece que es anotar las cosas
en la libretita y el de arriba va haciendo.
— ¡Si al final va a resultar que Dios no hace
porque no quiere! —añadió en un tono de voz, creía, más alto de lo que
quisiera.
Finalmente se
había aclarado bastante más el cielo que sus dudas. Llevaba un par de horas sin
llover por lo que la hojarasca no crepitaba. Fuera o no esa la razón, también había
un par de aspectos en los que ya coincidían Fermín y Lorenzo. Uno, que Lorenzo
no siempre había sido el hombre harapiento que aparentaba ser. Muchos siglos antes
había nacido bautizado bajo un aguacero inmisericorde. Y otro, que o siempre
era invierno o el verano tenía muy buenos escondites.
En poco más
estaban de acuerdo.
Después, sin
tiempo a que se le secase la mojadura, fue descumpliendo vida como aprendiz de
carpintero con Don Ernesto los lunes, vertiendo hogazas en el horno de la
panadería martes y jueves, y, en lo que saliese los demás. Así, la tienda no
hizo más que irle poblando el alma de una madurez que no le pertenecía, de esa
madurez que permanece oculta hasta el día anterior al que el cuerpo cumple diez
años más de una sola vez.
— Con todo lo
que llovió y qué noche ha quedado —dijo Fermín. Algo que a los oídos solo podía
significar “no sé de qué hablar, así que voy a probar con cualquier cosa”.
— Así es
—respondió Lorenzo sin necesidad de detener el trago que le ocupaba para ello. Si
acaso añadió el punto y final que le faltaba a su frase. Nada más.
Parecía
triste, más de lo habitual, como si estuviese a medio camino entre la
resignación y el hecho de asumir que aquel banco, el tercero de siete, y que no
distaba mucho de una cárcel, estaba más cerca de convertirse en un hogar completo
que de ser solo una estancia más de él.
Y era cierto; parecía
una cárcel. También era cierto que carecía de barrotes pero también lo era que tenía
excedente de todo lo demás: sus horarios de visita, su patio de paseo, la
tibieza del paso del tiempo, su colección de ruidos, su espacio limitado, sus diálogos
angostos… todo apelmazado en dos metros de banco de madera carcomida. Treinta
centímetros escasos de salón, quince de despensa, veinte de dormitorio, cinco
de cuarto de invitados, el resto de patio. Había hecho en tantas ocasiones las
mismas cuentas que había tenido oportunidad de irle puliendo detalles y ya no
encontraba nada descabellado en la comparación. Aún con todo, ya fuera cárcel o
no, había una cuestión que se le escapaba a Fermín: ¿dónde tropezó Lorenzo?
¿Dónde se encontró con el bache en su vida?
— Así es
—repitió a su vez Fermín como dando validez a la respuesta de Lorenzo, más
ocupado en calcular el tiempo para el que disponía de vino que en el propio
Fermín y sus elucubraciones.
— Así es —reiteró,
sin saber muy bien si la conversación seguía teniendo sentido o, si por el
contrario, carecía de él desde frases atrás.
— ¿Y la
tienda? — preguntó a regañadientes, con esa vocecilla lacónica que tiende a
encorbatar las preguntas cuando son por obligación.
A Lorenzo se
le expandieron los ojos como si acabase de recibir la mayor sorpresa de su
vida. — ¿La tienda? ¿Qué quieres saber? —respondió tratando de acotar la
pregunta. A diferencia de Fermín, él prefirió usar ese tono de pregunta en el
que si la respuesta no es la esperada, no hay más conversación.
— Nada…
¿trabajabas allí, no? —dijo Fermín recuperando su tono normal de voz.
— De eso hace
muchos años… —contestó Lorenzo, aunque uno y otro peinasen prácticamente las
mismas canas.
Fermín no dijo
ni media palabra aunque le quedasen muchas por decir. Le empezaba a coger la
medida al hombre harapiento del banco y optó por seguir en silencio por si
Lorenzo tuviese a bien alargar su respuesta, pero no lo hizo. Era ya muy viejo
en esas lides de desnudarse con la ropa puesta. Simplemente se limitó a sacar
un cartón más del saco y expirar un — Ya esta, suficiente.
Frase a frase
el tono se había vuelto más lacónico, más tosco. Lorenzo lo alentó. Había
pasado tantísimos años en la tienda que nombrarla hacía que le asomaran al
balcón que tenía sobre cada mejilla alguna que otra lagrimilla que rápidamente
intentaba esconder. Tal vez en otro momento le hubiese contado alguna de los
cientos de anécdotas que guardaba pero no aquella vez. Tuvo de sobra con
recoger las lágrimas antes de que se hiciesen visibles.
Sin nada más a
mano, tuvo que cobijarse en los pliegos deshojados que descosía para inmediatamente
después recoserlos; una y otra vez. Por suerte, le quedaba suficiente vino en
los cartones.
III
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
Lorenzo alzó la vista al
cielo y suspiró; le quedaba suficiente vino en los cartones. Además era suficiente
como para permitirse elegir y no tener que mendigar sorbos del más rancio. En
eso, en elegir, sí había hecho caso a los consejos que le regalaba Fermín. Sin
quererlo y a su pesar empezaba a palparle el gusto al vino fresco. Incluso
desde que lo hacía, le parecía que la hojarasca del suelo tenía más brillo. Poco
a poco fue acostumbrándose a compartir tiempo con Fermín; mientras uno
desabotonaba la camisa de listas negras y enjuagaba el aliento con líquidos
enjaulados en cartones, el otro equilibraba los hombros y volvía sobre los
pasos andados; mientras uno trataba de cuantificar al peso el tiempo, al otro le
tocaba sortear los trozos de océano que se adentraban en las hendiduras de los
adoquines.
Se habían acostumbrado a
compartir tiempo. ¡Qué cosas! Habían llegado al punto de tener tiempo para perderlo.
Las preguntas de uno habían dejado de incomodar al otro, y a la vez, las
respuestas del otro ya no esperaban traspiés para guillotinar conversaciones.
Las lunas empezaron
a sorprenderles sin que apenas tuviesen tiempo de interiorizar que habían
dejado noche entre un día y el que le seguía. Fermín había descubierto en el
extraño comportamiento del hombre del parque un aliento con el que mitigar la
soledad de tener que sentarse a cenar cada noche solo, sabiendo que nadie lo
esperaría del otro lado de la mesa. Esos detalles eran los que le habían valido
para cuantificar el tiempo. Tenía tanto que había hecho el cuerpo a no incomodarse,
a no hacerlo siquiera al no recibir ni el saludo de la lámpara que alumbraba la
entrada de su propia casa. Tan hecho a los silencios que él mismo pasaba
semanas enquistado en ellos.
En aquel
ambiente no resultó extraño que acabara engullido entre las conversaciones tibias
entre Don Silencio y madeimoselle Soledad, solo interrumpidas
por el volteo triste de las hojas de los libros que devoraba tras la cena. Cada
noche tocaban mil a la vez. De poesía renacentista, de novelas de dramas
agotados, de citas…, cualquiera y cuando no eran estos ni aquellos, eran los
libros sacramentales que había heredado en penitencia y que poblaban cada
resquicio sobrante de cada estante.
Quizá esa
noche fuese más temprano de lo habitual y los pasos que acercaron a Fermín a
las estanterías resonasen en la madera que cubría el salón como si de una procesión
de Semana Santa se tratase. El embaldosado de la cocina era más discreto pero también
menos acogedor, más ario, por lo que las visitas a ella se reducían a lo estrictamente
necesario, cuando eran de prioridad absoluta y jamás con un libro bajo el brazo.
De sobra sabía que los vapores de la cocina y las hojas de los libros difícilmente
entablarían alguna vez amistad.
— ¡Qué poquito
hace falta y Dios haciendo puentes! —exclamó para sí después de espesar el
cuenco de sopa recocida del día anterior con patata troceada sin demasiadas
florituras a las que añadió una punta escasa de chorizo que tenía a medio
olvidar en la alacena. Años atrás, por otros motivos, había aprendido que el
exceso de florituras solo servía para gastar tiempo y adelantar muertes. Después
se dejó derrumbar sobre el sillón de lectura.
Don Jesús le
había confiado los libros a modo de legado, uno a uno, hasta que el uno a uno
fueron tantos que obligó a Fermín a crearse algún sistema de catalogación. Obviamente
él era más de leer que de ordenar así que no se adornó en demasía: los que le
gustaban a un lado; los que no al otro. Sin más.
Tras la sopa,
ya recostado en su sillón de lectura, encontró tiempo para desgranar el libro
de epitafios. Llevaba noches haciéndolo y aunque ya llevaba poco menos que un
tercio de él leído, las últimas noches notaba que la lectura era diferente.
Extrañamente le calaban más. En más de una ocasión se había sorprendido
releyendo varias veces el mismo párrafo, el mismo epitafio como queriendo
encajar a Lorenzo en ellos.
Los había de
personajes ya de por sí celebres y de otros que lo fueron a partir del epitafio.
Contra su voluntad también descubrió varias marcas entre las páginas ya leídas
señalando aquellos que le habían llamado la atención.
— “Basta un lápiz para derrotar un Imperio”.
Luís Tilve Freire. Periodista.
Fermín lo tuvo
claro. Cualquier aprendiz de juntaletras, con o sin carrera, con un mínimo
conocimiento de cómo engarzar con cierto sentido consonantes con vocales y con mayores
dotes para esconder miserias propias, más concienzudamente cuanto más sirviesen
para descubrir las del vecino, podría ser Tilve Freire.
La reputación
de una vida balanceándose sobre quince líneas negras sobre un fondo blanco a merced
de cómo quiera trazar las letras cualquier aprendiz de juntaletras. Eso era “Basta un lápiz para derrotar un Imperio”.
Durante unos
minutos la frase iba y volvía a su cabeza. Sinceramente le sonaba tan familiar.
No estaba cien por cien seguro pero juraría que no era la primera vez que la
escuchaba, ¿pero a quién?, ¿dónde?
Juraría haberla
escuchado con anterioridad; aunque le era imposible determinar a quién ni en
dónde.
“Basta un lápiz para derrotar un Imperio”…
¿Dónde lo
habría oído?
Aquel libro lo
atrapaba. Cada sentencia era una auténtica obra de arte en miniatura. Sumamente
abstracta en ocasiones, en otras en la medida justa como para permitir la
interpretación en una dirección o en la contraria. Los había de todas las
clases.
— “Aquí yace Pascal, quien ni tuerto escatimó
lid ni rival en entuerto”.
Pascal Guizot. Historiador.
Guizot había
muerto miope de un ojo y completamente ciego del otro.
Otra marca
señalaba el de un taxidermista islandés de apellido impronunciable. Si cuadra
era el más acertado de los que llevaba leídos. El buen islandés se había limitado
a firmar un escueto “FIN” en su
último catre.
Diferente a
todos era el caso de Torcuato Sáenz de Salas. Como buen escribiente inglés —más
inglés que el Támesis a pesar de su nombre—estaba habituado a composiciones
poéticas perfectamente estructuradas en rima y métrica. Un ser tan rubio como
arrogante, tan inglés como consciente de su destreza; tan lejos de querer esconder
sus cualidades que quiso perpetuarse con ellas. Quinientos versos de epitafio de
tirón. ¡Quinientas líneas para decir: estoy muerto! Ese fue Sáenz de Salas.
Casi había
acabado de leer la encíclica pastoral de Salas cuando a Fermín le sobrevino por
enésima vez la imagen de Lorenzo en la alameda. Una imagen clara, nítida, sin
difuminar, con el dedo índice en alto en actitud más que amenazante y, de no incurrir
en perjurio, juraría haberle escuchado pronunciar nítidamente:
— “Bastaría un
lápiz para derrotar un Imperio”.
Lo hubiese jurado.
Un aluvión de
pensamientos lo atacó al momento. ¿Y si todo se debiera a una simple
casualidad? Era posible, pero… ¿qué sentido darle entonces al disfraz de hombre
harapiento? Era evidente que aquel hombre escondía sabiduría bajo aquel disfraz
pero ¿por qué había decidido hacerlo así? Fermín tenía demasiadas preguntas y
ninguna respuesta.
Demasiado de
una cosa y nada de otra no equilibraba ninguna balanza. Fuere como fuere tantas
conjeturas habían sorprendido a Fermín y sorprenderse significaba descuidar la
rutina, zigzaguear los rigores establecidos y él siempre trataba de huir de tales
traspiés. Le había impresionado tanto la colección de renglones de Sáenz de
Salas que en vez de perderse en más y sis,
prefirió emborronar un folio en blanco hasta convertirlo en epitafio, en su
epitafio; razón de sobra para que lo demás pudiera esperar.
Como hombre
metódico trató de hacer las mínimas concesiones posibles al azar para lo que
ideó un cronograma de trabajo a su medida: buscaría la inspiración cada noche,
de once a doce y media. Luego trazó los raíles por los que transitar: obviamente
poesía, obviamente rimada y obviamente lejos del medio millar de versos de Salas.
No necesitaba
más que dos ingredientes indispensables: el tiempo y los duelos suficientes sobre
los que tallar sus versos. Además tenía una ventaja añadida; la de ser capaz de
encajar todos los fracasos que le esperaban. Y fueron muchos. Tal vez incluso
demasiado demasiados antes de que consiguiera reunir tres renglones sin tachar
nada en los dos anteriores. Así, poco a poco fue haciendo menos tachaduras en
las cuartillas, así poco a poco fue cosiendo una letra a la siguiente, zurciendo
comas con tildes y así, poco a poco fue puliendo las frases hasta que semanas
después decidió ponerle punto final.
Después lo
leyó como si necesitara de hacerlo para creerse que aquellas letras que
emborronaban la cuartilla las había escrito él.
Con el punto y
final le invadió una extraña sensación: por un lado ponía fin a un buen
ramillete de noches buscando qué palabra podía casar mejor con la anterior, por
otro lado, se encontró medio huérfano, teniendo que pensar en qué ocupar un
tiempo que creía no disponer.
Lo releyó un
par de veces más antes de terminar de creérselo y una más para comprobar su
sonoridad, imitando una de esas extravagancias de artista consagrado antes de
dejar que se tupiese de polvo en el fondo del cajón. Luego, Fermín chocó de
bruces contra otra realidad que, hasta entonces, no había tenido en consideración:
francamente de nada servía disponer de un epitafio sin un funeral en donde
enseñarlo; de nada sin un lugar donde poner en valor su obituario personal y
porque no decirlo, de nada le servía si no podía medir de algún modo su vanidad
a la de Sáenz de Salas.
Después de descorazonarme las grietas
y agrietarse los corazones sin vida
enviudarán las viudas tristezas.
Cuando me derrote una guerra
y se apague mi voz en el eco de la brisa
cuando los versos mueran huérfanos de rima
me iré sin eslabones en las cadenas.
Después de desenredarme de las enredaderas
de navegar entre humo de cenizas,
teñiré el cielo de fugaces estrellas.
Después de atrincherarme en tu trinchera
después de perder esta última partida
las sombras borrarán promesas escritas,
me iré sin la sangre que me da la vida
Después de purgar infiernos y condenas
después de despedirme sin despedidas
amanecerá el sol entre lunas negras.
Después de desnudarme en un poema
de vaciar de cadáveres la mochila,
cuando la lluvia marchite mis días,
después de pagar alquiler a las estrellas.
Después de la muerte que me espera
derramaré mi sangre en tus heridas
convertiré mis pasos en tus huellas.
Después de que mi vida se muera
me perderé en laberintos de almas perdidas
después de este hoy que agoniza
me iré sin que nadie espere mi vuelta.
A lo sumo lo
leyó un par de veces más. Luego, abrió un cajón y entumeció el papel en él.
En su opinión,
no sonaba tan mal para haberlo escrito él, siquiera aprendiz de nada, y aunque tenía
muy fría la idea, sin meditarlo demasiado, porque en caso de hacerlo
seguramente no hubiese sido capaz, sintió la necesidad de medirse en público.
Para ello tuvo
muy claro el método: qué mejor forma que ponerse en situación.
Durante un
tiempo asistió a cuanto funeral pudo; conociese o no al difunto, donde trataba
de alquilar su epitafio a los oídos más próximos. Llegó a comparar tantos funerales
que tuvo la impresión de haber vivido el suyo propio aunque faltasen años para
ello; o eso quisiera él.
De todos modos
el suyo lo imaginaba discurriendo entre un enjambre de lágrimas artificiales
que aflorarían semidesnudas entre el luto de las ropas. Delmira formaría parte
del equipo de matarifes que la verían con recelo, hastiados de soportarla durante
años; Lorenzo asomaría tras haber dejado prestado en el armario su traje de hombre
harapiento y alguien heredaría en encargo leer su epitafio sobre un fondo
musical de pésames abandonando la iglesia a hurtadillas… los tímidos, los
apesadumbrados, los cabizbajos, los que agonizan entre susurros, los que
enjuagan lágrimas y, los otros, los incapaces de mostrar dolor porque sencillamente,
no dolían.
En lo
referente al envoltorio no habría nada diferente que lo distinguiese de
cualquier otro funeral. No más de un cuarto de hora, a poder ser escaso, para
encumbrar al fallecido, sin importar si fuera merecedor o no de ello y otros
cinco minutos de añadidura para profundizar en los dimes y diretes que irían
surgiendo.
— Hola Juan.
— ¿Qué tal
Alfredo?
— ¿Quién murió
de esta vez?
— Pues ni
idea, pero ahí está Román que sí sabrá.
— Bueno… hay
que ver lo buena que va a resultar la lluvia de estos días para las cosechas…
— No sé yo,
¿habrá llovido lo suficiente?
— ¿Para las
cosechas?
— Sí, para las
cosechas y para los gorriones que de tan despistados que parecen, son más
inteligentes que alguno —afirmó alguien.
— Deja a los
gorriones que para alguien, seguramente, serán una alegría. Siempre son bien
recibidas las alegrías, por pequeñas que sean en medio de tantas tristezas
encadenadas —respondió otro que parecía haber pensado durante meses la
profundidad de la frase porque después de aquella, no volvió a pronunciar palabra.
— ¿Gorriones?
Una vez tuve uno.
— Una pareja
yo, pero jamás conseguí que criasen.
— No serían
pareja…
— ¡Huy!
¡Delmira! Con tan poco ruido como hace, no la había visto llegar…
— Sí, hijo,
sí. Aquí estoy a ver que nos cuenta hoy el memo este. ¡Buitres! ¡Buitres!
— ¿Buitres?
¿Pero no eran gorriones?
Y así.
Fermín
barruntaba que el suyo no diferiría mucho de aquello que imaginaba.
— “Basta un lápiz para derrotar un Imperio”.
Luís Tilve Freire. Periodista.
Aquella noche Fermín
continuó su lectura. Ni estaba dispuesto a tirar la sopa recocida ni tampoco
quería eternizarse ante el plato por lo que fue vertiéndola en pocillos de café
que iba rellenando y paseando por la casa. Así hizo mientras quedaron pocillos que
rellenar; mientras quedaron páginas que leer.
— “Si te fueras antes que yo, no pases el
pestillo de la puerta del cielo que también esa noche, aunque tarde, dormiré a
tu lado” —decía otro.
Eran tantos
que resultaba fácil reconocerse en alguno, incluso le fue fácil descubrir que
todavía mantenía intacta la capacidad de llorar con otros. Sin darse cuenta ya
llevaba un par de páginas adelgazando lágrimas cuando quiso secar la primera en
sus ojos.
— La última
vez que lloré fue antes de nacer —solía repetir; aunque por supuesto habían
sido varias docenas más, y aquella noche volvió a hacerlo unas cuantas veces más,
por más que estuviese sólo, por más que nadie estuviese para verlo.
— ¡Buenas noches!
—dijo Fermín en voz alta como si alguien fuera a contestarle.
IV
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
Don Jesús era un hombre
peculiar. Al menos cuatro generaciones lo habían compartido… o padecido, según a
quien se preguntase. Ni era blanco ni era tampoco negro. De contradicciones
absolutas, incluso su llegada al sacerdocio había sido por descarte y del
abanico de virtudes que podían anticipársele a un cura, él carecía de todas. Huraño,
rencoroso, excéntrico; parco en palabras y todavía más parco en hechos. Tan
irreal a su profesión que, de no ser por el alzacuellos, nadie acertaría. Aún
así no todo eran diferencias con sus compañeros de gremio: el escaso anhelo por
darse la mano con la eternidad que prometían sí la compartía con el resto de
curas.
Lorenzo, por su parte, se había
iniciado como descreyente el día que oyó como un cura rehuía, sin ponerse
demasiadas trabas, de la misma eternidad que vendía como panacea al resto de
mortales; que, curiosamente, resultó ser la misma de la que empezó a rehuir
Jesús un último día de enero antes de un primer día de febrero cuando volvió a
nacer, esta vez ordenado como Don Jesús.
Como hijo
único heredó un terreno en hectáreas; como cura, un medidor de centímetros para
cribar herencias, un rosario de ébano y una estola bordada en propiedad y, a
tiempo parcial, la gerencia de una capilla que fue siempre ex colegiata sin haber
sido nunca colegiata. Ni cuando el Papa Paulo III la elevó de categoría en 1545.
La última
parte de la herencia le fue más difícil de digerir. En la comparación
permanente con Don Ignacio, quien había regalado setenta y tantos años a la
parroquia a fondo perdido antes que él, sin permitirse un solo catarro otoñal,
Jesús siempre saldría perdiendo.
Era evidente
que esta última herencia no era muy de su agrado. Ignacio era uno y Jesús otro,
y además éste, parecía dispuesto a esforzarse desde muy al principio para dejarlo
claro; a su pesar, tal vez demasiado temprano.
— Buenos días.
Les saludo antes de que se conviertan en ese muerto que les habita, ese que
respira, que bebe, que pasea, que ama, ese que sabe que será un muerto, ese que
finge no saberlo haciéndoos creer que ni siquiera finge… esos muertos no suelen
ser muy distintos a ustedes, muy distintos al muerto que cada uno de ustedes lleva
dentro —dijo como introducción a su primer sermón, antes incluso de compartir
su nombre con quien le escuchaba, con la misma naturalidad de quien abriría un
paraguas si lloviese. Sin que le tambaleasen ni las pestañas.
— ¡Ah! Por
cierto, me llamo Jesús; Jesús Fontán —dijo atravesando con su voz el runrún
atónito de los asistentes al acordarse de que no se había presentado.
Eran tantas
sus desventuras que casi todo el pueblo lo había sufrido de una u otra forma.
Además, si sus propias desventuras no bastasen, alguna que otra vez habían sido
simples casualidades las que lo habían comprometido. En una ocasión, para
templar ánimos propios y ajenos había aceptado acompañar al médico del pueblo
en una visita que a este le había quedado pendiente.
Luego sí,
después del impulso inicial no necesitaba demasiado para lanzarse al vacío.
— Perdone, soy
Fontán —dijo— He venido con el Doctor Fontenla con la celeridad que me ha sido
posible. Él la socorrerá en su inmediato óbito. No dude en preguntar lo que
estime oportuno. A cualquiera de nosotros; a cualquiera de los dos. Tenga
presente que yo también estoy por si necesitase comprensión en esta delicada situación
que se nos presenta —le había dicho nada más ver a la enferma sin dejar que el
médico mediase un simple «Buenas tardes» como prólogo.
— Sin prisa.
Tómese su tiempo. Sin prisa. El que considere oportuno. ¿Ya?... Descuide, no
tengo problema en esperar. ¿Todavía no?... Cuando disponga. ¿Ahora?... ¿Ya?
—añadió siguiendo sin permitir que el médico interviniese siquiera por primera
vez.
Fontenla asistió
a la escena con rostro ambiguo. Tan incrédulo de lo que pasaba delante de sus
ojos que ni acertaba a mostrar intranquilidad. De cuando en cuando rascaba la
sien como si quisiese ordenar que pensamientos traer a la frente y cuales otros
devolver a la nuca. La actuación del párroco le había cogido tan de sorpresa
que lo había descolocado completamente y así siguió por un buen rato,
justamente hasta que un crujido metálico lo devolvió a la realidad y le advirtió
de que la cabeza empezaba a descolgarle al enfermo más que lo aconsejable, y
tal vez por si aquel “más que lo aconsejable” fuera grave, quiso zanjar la
visita lo antes posible apiadándose de él.
— Hombre, si la
cuestión esta no va a ir rápido, sería mejor irse, ¿no? —propuso el cura a quemarropa.
Al médico se
le agigantaron los ojos al tiempo que se le trastabillaron todos los huesos aún
antes de que el cura acabase su frase.
La siguiente
frase ni fue de él ni fue del sacerdote.
— ¡Váyase al infierno!
¡Los dos! ¡Váyanse los dos! ¡Qué lejos les va a quedar el cielo! Y no se
preocupen en volver. ¡Ni en mí! Con suerte reciba yo noticias suyas antes de
que les lleguen mías —les vociferó.
— ¡Buitres!
¡Cuervos! —terminó por espetarles la mujer del paciente, azuzándoles bajo el
quicio de la puerta con toda la violencia que fue quien de reunir.
Ese era Don
Jesús.
A partir de entonces
no hubo noticias de que ni la anciana ni su enfermo marido hubieran vuelto a
precisar de los servicios del doctor. Es más, parecían haber intercambiado con el
clérigo su salud. Así, cada vez que se cruzaban con él, les parecía verlo más propenso
a achaques, más endeble, más frágil, más más, más todo por lo que cada día se regocijaban
más en los saludos.
La
exasperación del matrimonio llego a tal punto que la mujer, que había sido
educada bajo los preceptos de «primero la familia» y «segundo la normalidad» no
tuvo reparo en hacerse incondicional de la misa de domingo. Alegó para ello
haber descubierto tardíamente la fe que le había faltado hasta entonces, y por
supuesto, en previsión, preparó un argumentario acorde a la ocasión: que si
algo tan especial era digno de compartir con el sacerdote, que si sería un
sacrilegio no hacerle partícipe de su ferviente espiritualidad, que si… Incluso
que había aprendido a dar la extremaunción en latín antiguo. Todo en previsión por
si llegado el momento Don Jesús no tuviese a quien recurrir.
Tampoco era
que históricamente el cura y la suerte se hubieran llevado demasiado bien. Muchos
años atrás Sofía había rechazado una decena de veces su invitación de pasear
cogidos de la mano, sumiéndolo en una derrota de la que sólo supo escabullir
precintando su juventud y tomando formación seminarista. Sin embargo había pequeñas
eventualidades que no tenían en cuenta los hábitos para asomar. Una de ellas,
era el tiempo y precisamente eso, el tiempo, se cebó desmesuradamente con el
cura. A cada año que dejaba atrás, más huesos le crujían. Los de las piernas a
cada paso, los de los hombros a cada gesto… vistiendo cada movimiento de una
melodía única. No era el mismo sonido el crujido de las caderas que el quejido
de las rodillas. Por supuesto las misas de los meses más fríos podrían haberse
celebrado en el Palco de Música. El tintineo del cuerpo al andar, el chasquido
intermitente de cada hueso… ¡él solo era toda una orquesta!
Así, un poco
por sus desventuras, un poco por sus pequeñas interpretaciones y un mucho por
su excelsa falta de mimo al hacer las cosas fue enhebrando la aguja de las
tiranteces. Algo que, a buen seguro, a cualquier otro le hubiese generado
incomodidad, a él no le dañaba en absoluto. Es más, ante lo que cualquier otro
escondería la cabeza bajo un caparazón, si lo tuviera, él siquiera torcía el
gesto. Aquel recelo daba la impresión que lo hacía hincharse incluso; le hacía
protagonista. En uno de esos días, en que ya desde antes de sacar el pie de
cama, había decidido serlo, se aprovechó del viento para su actuación más
memorable.
Se aprovechó
de que las ráfagas alcanzaron tal nivel que el estruendo de cada embestida tratando
de calmar su fiereza contra la torre del campanario era mayúsculo. A la segunda
sacudida, los feligreses empezaron a huir como de un incendio en llamas; la
tercera zarandeó el catolicismo de los más abnegados que ya no dudaban tanto en
si seguir confiando sus vidas a las tallas de santos que habitaban la iglesia o
si al contrario, les convendría unirse a la estampida de los que ya había
decidido huir.
Por supuesto
optaron por la segunda. Huyeron.
Era menos
arriesgado. La estampida abrió paso al bullicio, el bullicio al miedo y en
medio del miedo el cura no tuvo mejor ocurrencia: no acortar su oratoria.
— De ninguna
forma podemos irnos —dijo, sintiéndose casi divino; un escalón por debajo de
Dios. A lo sumo dos. —dependemos del Señor.
Poco le
importó que aquella gente lo desobedeciese, que vaciasen el templo en masa.
Poco le importó que, una vez más, quedaran al descubierto sus virtudes inexistentes.
Él seguía a sus cosas. Tanto que prestó más atención a los suspiros de alivio
de las losetas del suelo que respiraban aligeradas del peso que las constreñían
que al resto de nimiedades. Él siguió con su homilía. ¿Qué importancia podría
tener que no hubiese oídos que la escuchasen?
Aún con todo,
no se mostraba convencido. Le faltaba algo para terminar de encumbrarse. Al día
siguiente, sin esperar a templar ánimos, anunció el comienzo de los trabajos de
desescombro y reparación.
— Durarán exactamente
lo que tengan que durar —informó en un alarde de concreción a quienes se le acercaron
preguntando por una fecha aproximada de finalización.
Fiel a su
terquedad desoyó al capataz de las obras, a los ofrecimientos de los curas
vecinos de ceder sus templos mientras durase la reconstrucción y desatendió, en
definitiva, cuantos consejos de cuantos se acercaron a ofrecérselos.
— Ahí, lo
haremos ahí —dijo al capataz, señalando el sitio donde se había de construir
una casita de madera provisional; tan provisional que únicamente debería respetar
dos requisitos: el primero, ser lo mínimamente estable para no ceder con él
dentro, ¿el segundo? Que debía estar terminada ya.
Obviamente la
premura por finalizar las obras antes de haberlas empezado tuvo sus
contratiempos. El primero, que hacerlo bien y hacerlo en plazo era directamente
imposible; el segundo, todos los demás.
Igual si
hubiese atendido a la cara teñida de blanco, como si acabara de encontrarse con
un fantasma, del capataz en cuanto le hizo partícipe de su idea o si no hubiera
creído irrelevante que todos los operarios torciesen el gesto a la vez nada más
conocerla, habría estirado el plazo. Pero tener la virtud de prestar atención a
tales pequeñeces, tener el don de apoyarse en quien sabe para hacer lo que no
se sabe; eso era demasiado pedir a alguien como Don Jesús.
El exilio, dos
semanas de exilio, trasladó los oficios al atrio exterior. Tres días a la
intemperie aguantó el cura antes de comenzar a culpabilizar a Dios de
desampararle en aquella eventualidad. Para estas pequeñeces sí que era su jefe.
Acto seguido, pidió calma a los mismos que le pedían prisa a él.
Dos meses,
tres, cuatro meses más tarde y Dios continuaba sin dar muestras de querer
interceder. Cuatro meses más y las obras aún estaban a medio hacer. Cuatro
meses a cada cual más largo, a cada cual más crítico, más impregnado de los
quejidos exacerbados de los fieles cada vez más ateos.
— Padre,
¿cuándo volveremos a la iglesia? —era la entradilla de cada oficio.
— El día que
Dios quiera —barruntaba él de respuesta, sin exceder explicaciones.
— ¡Meta a esta
gente dentro, hombre! ¿No ve que está lloviendo? —dijo alguien, aprovechando la
cercanía que ofrecía comulgar.
— Da igual lo
que haga: Este no sube al cielo —le contestaba el siguiente de la fila al
primero.
— Padre, ¡por
Dios! —intentaba mediar una tercera voz.
— ¡No
volveremos nunca! —decía otro.
— ¡Volveremos
el día que Dios quiera!
Y vaya si
tuvieron que esperar. Tres años les costó la cabezonería de Don Jesús. Las
voluntades divinas son arbitrarias y llegan cuando llegan. Y esta llegó en
forma de hielo; y ese día, con el jardín teñido de transparente, Don Jesús
aceptó abrir de nuevo la iglesia.
Por lo demás
era un cura como otro cualquiera exceptuando dos salvedades. Una, que le había
tocado en suerte la catalogación del archivo parroquial, que sabiendo de su
nula predisposición para hacer algo más de lo estrictamente necesario, le cayó
encima como si una tonelada de granito lo sepultase. Por fortuna, había contado
con la aportación del trabajo de Don Ignacio que había impulsado el archivo con
la recopilación y catalogación desde cero, algo que no mereció el
agradecimiento de Jesús, quien todo lo que hizo fue buscar la fórmula de delegar
tal responsabilidad en terceros y así, de tercero a tercero, fue como le cayó
en suerte a Fermín.
La segunda era
más simple: carecía de todas las virtudes que podían atribuírsele a un cura. De
todas. Absolutamente de todas.
— ¿Cómo? ¿No
quiere bautizarse? Tráigamelo —dijo un día.
La
conversación había tenido lugar en la iglesia, sin siquiera hacer pasar a su
interlocutora al despacho donde guardaba los hábitos, mucho más pequeño, pero
también, mucho más íntimo. El cura movía la cabeza de un lado a otro en un
gesto de incredulidad absoluta. Emilia, la mujer de Román, trataba de explicarle
al cura que su marido, sesenta años, con tres cuartos de vida casi andada, aún
no se había bautizado por su miedo a ahogarse en las hondas pilas bautismales.
— ¡Tráigamelo,
Tráigamelo! ¿Dónde está? ¿Está fuera?
— ¿Román?
— No. Román
no. El coronel Olmedo. ¡Claro que Román! ¿De quién estamos hablando, entonces?
— ¿De Román,
no? Román, mi marido, ¿no?
— Pues eso.
¿Está fuera?
— ¿Quién
Román? Sí, sí.
El cura había
alcanzado casi el límite de toda la paciencia que tenía destinada a los
siguientes cuatro meses.
— Pues vamos —dijo.
Ya por
entonces, sus constantes alaridos habían devuelto varias decenas de oídos
curiosos a los bancos de la iglesia.
La primera en
salir fue Emilia y tras ella, él. Caminaban como caballos en estampida;
decididos, sin flaquezas. En menos de una decena de pasos llegaron a Román que
ni de lejos sospechaba nada.
— Vamos —dijo
Emilia.
El cura, sin
más, hizo ondear el hisopo sobre su cabeza.
— ¡Cuidado que
lo ahoga! —dijo uno.
— ¿Respira?
—preguntó otro en medio de carcajadas.
— Venga, a
partir de ahora, ya cuando usted quiera, ya puede… ¿me entiende Román? —le dijo
Jesús a modo de felicitación.
Ese personaje
también era Don Jesús.
Lorenzo no lo
había llegado a conocer. La iglesia le quedaba demasiado a desmano, aunque
desde su banco de alameda se viese el campanario. — ¿Qué profesión más extraña
albergaban aquellos hombres de luto permanente que por más bautizos que
celebrasen, por más casamientos que uniesen y por más cadáveres que sepultasen,
nunca oficiarían los suyos? Ni su bautismo, ni su boda, ni tampoco su muerte.
Resultaba
extraño. Para Lorenzo y para cualquiera.
V
Lorenzo tenía cuando menos
dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de
vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de
la alameda.
Extrañamente Fermín
despertó al día siguiente más temprano de lo habitual, sin otro trabajo que el
de zambullir una y otra vez la cuchara en el cuenco de pan desmigado en leche que
desayunaba: tic, tic, tic. Era un ruido apagado pero aún así el silencio lo era
más. Quizá esa fuera la razón por la que golpeaba en él como lo harían
quinientos jovenzuelos imberbes saltando a la vez en un patio de escuela.
Era sabedor que en el desierto no hay
espacio para esconder demasiados obstáculos, así que no tardó en renunciar a su
intento infructuoso de conseguir tiempo del tiempo a base de exasperarlo, a
base de deambular de habitación en habitación y salió hacía el parque mucho
antes de la hora que había previsto. Bajó de cien en cien los escalones del
caserón y apuró las calles vacías de la misma manera que lo había hecho tras
Inés entre los campos de trigo.
Inés…
Fue la primera vez que frunció los
labios aquel día. La primera, que no la única. Le seguiría alguna más aunque
obviamente, eso todavía lo desconocía. En un primer vistazo no le parecía estar
en el lugar de siempre por más que el banco guardara su posición. Estaban los
árboles, estaba el banco, estaba su habitante harapiento… pero algo hacía que
Fermín tuviera la impresión de estar perdido. De estar perdido en la alameda de
costumbre. Era martes. Tal vez jueves. Viernes ya no, porque los viernes sonaban
diferentes. Sin embargo aquel día, fuera el que fuera, era distinto; la gente
era distinta, el sonido era distinto, hasta el aire tenía otro sabor.
— Lorenzo,
¿qué día es? —preguntó. No fuera a ser que toda aquella irrealidad formase
parte de un sueño y que él todavía estuviese en casa, todavía a catorce horas
de distancia del banco del parque.
Desafortunadamente,
no lo fue. Lorenzo dejó claro que también sabía fruncir los labios, aunque él lo
hizo una única vez: aquella.
— Es lunes —contestó
y la vida siguió igual. Ni a uno molestó que no fuera martes ni miércoles, ni
al otro que tampoco fuese lunes; por no molestar, tampoco les molestó que fuera
la segunda vez que repetían la misma conversación.
En verdad, poca
diferencia había en qué día fuese ¿Qué importancia podía tener? Habían aceptado compartir vino y banco de
lunes a sábado.
Los domingos nunca entraron en el lote.
Al menos no todos. Unos sí, otros no… Los domingos eran notas al margen. Bien
uno cogía como descanso el que el otro no descansaba, bien el otro cambiaba el
descanso para el domingo equivocado o lo aprovechaba para poner al día algún
archivo parroquial.
— ¿Qué es
esto? ¿Y el cartón? —le había protestado Lorenzo el primer día que lo vio
asomar con una botella de vino bajo el brazo. Y lo hizo antes de saber que muy
de cuando en cuando, algún cura tenía a bien regalarle a Fermín una botella de
vino en compensación por su trabajo en los archivos. Y lo hizo, además, sin ni
siquiera darle una oportunidad al vino.
— ¿Quieres
dejar de ser tan ogro y probar? —le había contestado a su vez Fermín que sabía
muy de buena tinta que no había ni un solo cura que bebiese vino rancio y, por
supuesto, mucho menos de ninguno que bebiese vino rancio encartonado.
Esa fue la
segunda vez que frunció los labios.
— Lorenzo, en
cuanto yo falte ¡Dios no quiera que sea pronto!… —lanzó el dardo Fermín. Por
algún motivo Intentaba dar un giro completo al tema de conversación.
— A ver, ¿qué
es ahora?, hoy me estás dando el día Fermíncito…
El hombre
llevaba días dándole vueltas a la cabeza midiendo qué consecuencias le podía
suponer compartir su epitafio con Lorenzo. ¿Qué podía suceder? Aquel banco
carcomido era un diminuto islote perdido en la inmensidad del mar, tan diminuto
y tan perdido que no sabía quién podría tener intención de acercarse a él. No
le dio más vueltas. Hizo que rebuscaba algo en su bolsillo y como si no lo
tuviese todo medido y vuelto a medir, como si fuese un acto espontáneo, sacó la
cuartilla escrita y se la tendió a Lorenzo tras una pausa que usó a modo de introducción.
Por descontado
Lorenzo cogió el papel. Fermín se lo había puesto tan extremadamente cerca de
la nariz que era imposible no hacerlo. Eso sí, cogió solo el papel. A la botella
de vino no le dedicó ni una furtiva mirada de reojo. Tenía ya el paladar hecho
al sabor rancio del vino enlatado y ningún otro le sabía igual, por muy arzobispal
que fuese, por mucho monaguillo de cura se lo ofreciese.
La mueca que
se apoderó del rostro de Fermín fue lo suficientemente expresiva,
tanto que le sobró acompañar su extrañeza con palabras. Así, por esa vez
y a modo de excepción, se ahorró fruncir los labios.
— ¿Y esto es
más importante que el vino? —dijo entre dos suspiros inspirados al tiempo que sostenía
la cuartilla de Fermín, utilizando para ello nada más que los dedos
imprescindibles. Otra vez carecía de relevancia que entre el papel y sus manos,
lo menos sucio fuese el papel inmaculado que le tendía Fermín.
«Después de
descorazonarme las grietas…» como primera frase hizo que levantase la vista
hasta encontrar los ojos de Fermín frente a los suyos. Quería preguntarle si
era necesario leer el papel integro, pero, casualmente, Fermín no parecía por
la labor de responder, lo que Lorenzo entendió como un sí, un sí rotundo.
«Después de
descorazonarme las grietas…»
Aquello adelantaba
tristeza y era sabido que la tristeza había que enjuagarla con vino, así que hasta
sorbió un par de tragos del vino embotellado. ¡Qué otra cosa podía hacer!
No ayudó que
las líneas siguientes no flaquearan en tristeza ni que las demás no
desmerecieran a las primeras. Tampoco ayudó releerlo hasta en cuatro ocasiones:
la segunda quedó invalidada al estar aún convaleciente de la primera lectura y la
tercera resultó estéril, sin saber bien a santo de qué.
— ¿No habría
sido más sencillo no poner nada? De todos modos ¿para qué? —fue todo lo que
dijo al acabar la cuarta lectura, inconsciente hasta de haberle ahorrado unos
cuantos años de enclaustramiento al papelito que tenía entre manos.
— ¡Hombre,
Lorenzo! Así pareceríamos uno más y, para eso, ya nacen los políticos
fracasados —le replicó Fermín que daba la impresión de tener más que ensayada
aquella respuesta.
Lorenzo no
añadió una coma. Estaba totalmente de acuerdo con la afirmación que acababa de
escuchar.
— ¿Es lunes
hoy?
— Sí, lunes
otra vez.
Después los
dos hombres callaron.
Después el eco
también se hizo silencio.
Fue en ese
momento cuando Fermín tuvo la sensación de haber desperdiciado su vino a cambio
de nada, si cabe solo a cambio de heredar cierta fobia a los lunes, a los martes,
o al día que fuese aquel día y, con ese runrún ahondándole entre pecho y
espalda deshizo sus pasos. Le acompañó el olor a lluvia que llevaba cosido a la
suela de los zapatos que se mezcló con el de la sopa de pan desmigado y eneldo
en cuanto abrió la puerta del caserón. Había hecho el camino de regreso sin la
prisa del viaje de ida.
Ya no tenía
prisa. Los resquicios de la última que le quedaba los había dejado olvidados en
los campos de trigo por los que corría tras Inés.
Inés…
Era noche y
una lámpara de gas descolgaba desde el techo sobre el epicentro de la mesa.
Fermín también se había reservado un hueco para sus caprichos y la lámpara era
uno de ellos; la había rescatado de entre las rocas donde soportaba los
embistes de las mareas. No era muy útil, tampoco era nada extremadamente
especial; pero de eso mismo era de lo que vivían los caprichos. No necesitaban
de nada para serlo. Su estructura era demasiado cerrada y no dejaba filtrar apenas
luz, y la que sí conseguía filtrar era insuficiente para ejercer de lámpara.
Así, que la lámpara no sirviera de lámpara era lo que menos importaba; los
claroscuros que vertía en el salón y la rusticidad de sus formas la habían
salvado de envejecer en medio de las rocas.
Otro capricho
fue el de atestar una escalera de caracol entre dos sillones de descanso y
desafiar el peso de cada estante con cuántos libros cupiesen en él. A diferente
altura, aprovechando los huecos que dejaban los descosidos en las paredes
muertas, a fin de desapelmazar la inagotable librería del resto de estancias.
De recién
llegado le había costado acostumbrarse a que las sillas de madera chirriasen
amargamente cada vez que quería sentarse, a que el silbido de la plancha de hierro
sonase a casa ocupada; le costó bastante más hacerlo a la soledad de la copa de
vino sin otra con la que brindar, al revuelto de ruidos que cobraban vida del
aire que entraba del exterior, que se aprovechaba de la vejez de una puerta
incapaz de casar el cierre. Esa clase de ruidos que solo asoman de los
silencios: el crujido de la hojarasca, los pájaros que zigzagueaban los
árboles… Así, no era tan de extrañar que los pasos de Fermín resonasen en el caserón
igual que los recreos de escuela.
Después, con
el tiempo, todo tendió a compensarse y salvo alguna discusión puntual entre él,
el silencio y el perchero de la entrada, no encontró mayor problema.
En la planta
baja había decidido conservar intacta la distribución de lo que en algún
momento había sido la caballeriza, que a su vez conservaba en perfecto estado el
empedrado original del suelo. Era un espacio diáfano, tan escaso de ornamentaciones
innecesarias como repleto de arcos ojivales en los que apoyar la estructura. Una
puerta zurcía el jardín exterior a la caballeriza. Nada más abrirla, del otro
lado, tocándose entre sí, acariciándose, unos pasos de madera jubilados abrazaban
la escalera de caracol que comunicaba aquella planta con las superiores.
Llegando a la intermedia, un pasillo central servía de distribuidor y anunciaba
que allí se había instalado la vida; la cocina, la luz y el resto de
habitaciones; aunque en verdad, todo excepto la cocina, era la sala de lectura.
Sobre sus cabezas aún tenían un piso más, sin otro uso definido que el de
aliviar espacio a los dos inferiores. Al fondo, otra puerta de cartón grueso y
cortina, se abría a la terraza, tan amplia que únicamente cabía un sillón, aunque
Fermín sabía que lo realmente importante de una terraza no son los huecos, sino
los alivios, y en eso, aquel espacio reducido respondía sobradamente.
En aquel
sillón cabían el eco de los silencios de las noches agradables, las sacudidas
metálicas de las tormentas de las noches desagradables, el olor a óxido de las
viejas vías de ferrocarril y los teatrillos de sombras chinescas que reflejaba
el túnel ferroviario en el jardín iluminado, así que, teniendo sitio para todo
aquello, lo que menos importaba era que hubiese o no espacio para un segundo
sillón.
Al abrir la
tapa de la tartera que tenía al fuego, el vapor indicó hora de comer. Probó una
cucharadita por si necesitaba más sal pero la cazuela de puntas de espárragos
con chorizo y huevos estaba en su punto y, mientras que el sudor del chorizo
recubrió el ambiente, frunció los labios por última vez en el día. Inés...
Qué lejos
quedaban los campos de trigo, qué lejos el cielo cuando todavía se conservaba azul,
cuando no era del gris plomizo de ahora y qué lejos había quedado Inés. Sin
embargo, más lejos aún que todo aquello le resultaba acostumbrarse a su viudez.
No se le ocurría de qué forma asimilar que una noche había dormido casado y
despertado viudo no muy lejos de los campos de trigo.
Nunca fue
quien de lograrlo completamente; esos duelos no se olvidan, por más que, a
veces, incluso Inés dejaba de ser aquella muchacha que corría delante de él en
los campos de trigo y se convertía tan solo en protagonista de algún que otro
libro que le llegaba a las manos.
Inés…
Después,
tiempo después llegaría el parque, el banco, el — Perdone, ¿sabe qué hora es?
—, el olor a vino rancio y finalmente, Lorenzo.