I No hay



I

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda. Tuvo ambas cosas claras desde que escuchó por primera vez el crepitar de la hojarasca bajo sus pies. Fue la misma noche en que entendió que por más que los silencios fuesen los mismos, no sonaba igual el día que la noche. Y no solo eso, sino que tampoco se guardaban igual esos silencios en un banco que en otro.
         Todo lo aprendió de una misma vez. Todo, aquella noche.
         El banco; el tercero de los siete, a duras penas tenía fuerza para seguir en pie, para no resquebrajarse; y aunque el hecho en sí, en un principio no le preocupaba por improbable, al momento sí lo hizo. Sucedió, fue en ese momento en que tuvo conciencia de que si aquello ocurriese, las posibilidades de que fuera con él encima eran demasiado elevadas. Además, el banco, aquel banco en concreto, le había regalado todo lo que podía esperar de un refugio de entretiempo. A la derecha, las habitaciones, a la izquierda el resto de dependencias y en el centro, él.
         Lorenzo era parte del banco. Un hombre respirando cosido a su fortaleza de tabla plisada. Arañando días a los años que le restaban de vida. Un hombre al que le sobraban tantos que hubiese pactado, en infinidad de ocasiones, acortarlos. Así, sin más; en frío. Sin el menor contratiempo. Por fortuna él no tenía potestad de decidir sobre aquellas cuestiones. En ciertos casos, el suyo formaba parte de esos, es el tiempo quien decide por uno.
         En el suelo, a su derecha, vivían varios cartones de vino de aspecto indecoroso y calidad cuanto menos dudosa. Al otro lado, a su izquierda, había espacio para un puñado de pliegues de cartón tan inservibles como manoseados, tan manoseados como inservibles, tanto de lo uno y de lo otro que tras fracasar en todos los usos, habían acabado por servir de portaequipaje de día y de manta de abrigo de noche. A sus pies, bajo el banco, dos cajas de cartón: una que aún guardaba la forma propia de caja; suficiente para albergar sus pertenencias… sus recuerdos y otra, tan maltrecha que incluso había perdido el derecho de llamarse caja, incapaz de tener más utilidad que la de guarecer la primera de las humedades del suelo.
         En los bolsillos no juntaba más que el puñado de monedas suficiente para traspasar la frontera que separa un día del que le sigue, igual de castigadas que los propios bolsillos, destartaladas, apagadas, tristes, como si fuesen ellas mismas las que sufriesen para sí las heridas abiertas de los amores ya caducados.
         Frente al banco había sitio para un ventanal infinito; tan infinito que alguien había olvidado colocar el ventanal para no entorpecer las vistas a los sonidos, a la vida, al Palacio de Música…; a pesar que de palacio no conservase más que el nombre y de música el esqueleto de hormigón y forja de lo que, en otro tiempo, había sido tarima para lucimiento de los más variopintos concertistas, aunque si hubiese que juzgar la estructura exclusivamente en función de su aspecto, difícilmente podría creerse fuera la original. Resultaba tan imposible creer eso como tan posible era creer que los tiempos de gloria del palco habían quedado muy atrás, muy muy atrás.
         Tan notorio era el proceso esplendor → decadencia que había vivido el palco que Lorenzo creyó ver mil veces su vida reflejada nítidamente en él. Era como verse en un espejo capaz solo de devolver sombras. Frente a él, algunas noches —las menos, las que silenciaban los silencios— intercambiaba júbilos susurrados; otras —las más, en las que las nieblas atenuaban vientos difuminados— coreaba eutanasias, y tanto en las unas como en las otras, compartía noche con las bocanadas de aire nuevo que traía consigo el mar. Era la forma en que había decidido aligerarse de los insomnios de entretiempo. Siempre con el cuerpo cosido a su refugio de tabla plisada.
         Cada día observaba como cientos de vidas se cruzaban con la suya, ajenas a sus júbilos, ignorantes de sus eutanasias. Indiferentes las aes con las bes, aunque tampoco hicieran nada para dejar de serlo, aunque en realidad no fuesen tan ajenas a la vecina, aunque ninguna reparase en la vecina por mucho que colindase con ella. Ajenas inclusive al mundo. Sin querer saber del mundo más allá del espacio vacío que queda entre una huella y la siguiente.
         Los días fueron balsa de aceite hasta un domingo anterior a un lunes cualquiera. Transcurrían no muy alejados de esos que despiertan con las preocupaciones diarias poco menos que resueltas. No muy desigual, ni muy ni poco parecido a ese en que uno se fija por primera vez en el ruido que hace la luna estrellando su luz contra la hojarasca. Ese mismo día fue el que escogió el tiempo, la casualidad, el azar, para que un cualquiera que deambulaba distraído sí reparase en el tercero de los siete bancos de la alameda.
— Perdone, ¿sabe qué hora es? —dijo una voz varonil que vestía un reloj de pulsera en la muñeca, sin mayor pretensión que la de iniciar un diálogo. Un diálogo de la clase de diálogos que nacen de la nada, que transitan en la nada y que, por supuesto, mueren sin haber abandonado la nada.
Lorenzo lo tuvo tan claro, lo reconoció tan al instante que ni apuró el sorbo de vino que le mantenía ocupado.
— Sí, es lunes —contestó cuando el aliento terminó de supurar la acidez del sorbo reciente y por más que le molestase la gente que se dirigía a él sin sostenerle la mirada, en esa ocasión actuó como uno más de ellos. Prefirió no engordar su respuesta ni con una sílaba de más.
 — Dios no es perfecto —balbuceó para sí con voz muda, sin interesarse por conjeturar qué razón llevaba a alguien con reloj a preguntar la hora a otra persona.
En otro tiempo pudiera ser que se plantease ser menos descortés. Igual otro día… Igual de no haberlo encasillado, ya de entrada, en la nada, hubiera excavado más. Ahora no. Ya no era el de antes. Había convenido no avivar conversaciones que, de por sí, nacen moribundas, no alargar diálogos innecesarios; escapar de nimiedades, y también, hacía tiempo que había convenido tener por costumbre cumplir con sus normas.
La puntualidad cuasi militar de la noche opacó el cielo en apenas minutos, ayudando a que se diluyera la sombra del hombre en el horizonte. Antes de que lo hiciera por completo y se apagase la vida en el parque, Lorenzo fijó la vista en la silueta que se alejaba, con la misma condescendencia lastimosa con la que otros lo hacían con él. Según se empequeñecía, la creía más incapaz de sujetar el peso de la cabeza erguida sobre los hombros.
Fermín aprendió en aquel momento que no era un requisito tan imprescindible que anocheciese para que el parque se tiñese de oscuro.
Lorenzo, por su parte, pasó por alto que acababa de juzgar a un hombre —a una silueta— solo por errar en una tentativa de diálogo; un dialogo que, todo sea dicho, él tampoco ayudó en sacarlo del silencio, en sacarlo de la nada.
También pasó por alto este detalle Fermín. A él le tocó deshacer sus pasos en medio del silencio contagiado. Tan silencio, tan contagiado, tan callado que apagaba incluso el crepitar de la hojarasca que pisaba. Aún sin reloj, sabía perfectamente que caminaba a esas horas en que es demasiado pronto y demasiado tarde al mismo tiempo.
— Dios no es perfecto —repitió para sí, lamentando la oportunidad perdida y lo repitió un par de veces más, tal vez para acordarse de anotarlo en su libreta de “A media mitad”.
Fermín dispuso toda una mañana, la siguiente, para recapacitar sobre el no diálogo. Urgía dedicarle horas. Algo en él le había atrapado. Era una sensación nueva que le hizo regresar al parque. Fue incapaz siquiera de esperar que anocheciese, y aún sin ver ni cuarto de luna, se lanzó a la calle con el miedo de quien acude atemorizado a rendir cuentas con su doctor, más exacerbado incluso, con el miedo de quien se sabe perdido de noche en una ciudad que no conoce.
Caminaba con pasos cortos, sin más razón que la de porque hacerlo de ese modo le daba mayor seguridad. Así cada paso que avanzaba era una pequeña victoria; y de esas victorias minúsculas se alimentaba. Tras colgarse la enésima medalla, empezó a distinguir entre el enjambre de aromas que le envolvían el del vino agrio. De inmediato sintió como una aspereza que hasta entonces desconocía se hacía fuerte en las entrañas de su alma. Por si aquella sensación no le bastase, como salvavidas, le acudió al rescate un rictus apesadumbrado que le arrugó el rostro, como si estuviese todo el tiempo caminando enlatado en un burka hermético.
La oscuridad era cada vez mayor, pero aún así supo que estaba en el sitio correcto. Era el mismo banco que la noche anterior ocupaba el hombre harapiento. Las tablas conservaban el tatuaje del despojo del vino más reciente, los mismos huecos que servían de mantel para las docenas de mosquitos que descosían las gotas de vino atrapadas entre los pliegues inconsistentes de los cartones. Cada elemento guardaba la posición de la noche anterior, como si cada uno formase parte de un todo organizado; como si aquel desorden fuese organizado.
Lo que sí cambiaba en la escena era que el banco estaba deshabitado, con lo que Fermín ya no tenía una segunda primera oportunidad, sino una diferente. La ausencia de Lorenzo le concedió el tiempo necesario para examinar meticulosamente el entorno; de memorizar detalles, cada media sombra, cada esqueje de sonido, cada quejido de la brisa. Tiempo de apaciguar la espera y tiempo incluso de despojarse del pánico que lo invadía.
Dos árboles ancianos a la derecha —jubilados para ejercer de árboles—, vencidos hacia la derecha, incapaces de repartir de manera proporcional el peso de las ramas. No se trataba de álamos, aunque sirviesen para vestir la alameda (los álamos morirían en un clima tan desastroso). “Sin etiquetar”, diría un amigo de la infancia para quien los árboles únicamente eran frutales o no. Los no eran los que etiquetaba como “sin etiquetar” Del otro lado, un ciprés. Ciprés porque realmente era muy alto y alguna vez había oído que los cipreses eran muy altos, así que tal vez ni lo fuese. De cualquier forma, en caso de que no lo fuese, se trataría de un pariente cercano con lo que la confusión no iba a incomodar al árbol. Entre unos y otros árboles, el banco. Viejo. Usado. De listones tallados de madera blanca. Carcomida. De un blanco que se entremezclaba con el moho antes de que el aire lo devolviese otra vez a la madera.
Alrededor del banco la hierba era tan escasa como carente de color. Sin brillo ni tregua para adquirirlo; sin que las pisadas soportadas le dejasen sanar las heridas. Y así semejaba ser extremadamente difícil crecer y asentarse. A los pies del banco, un tronco hueco que alguna vez habría sido arcón y mucho antes habría sido árbol, servía de descanso para las piernas. Bajo el asiento iban amontonándose las sucesivas capas de hojarasca que el viento empujaba al suelo en sus embistes. Tres pisos por encima, ocupando un lugar destacado en el ecosistema privado, rezumaba un pliego de papel, áspero, maloliente, endeble, viscoso, cuarteado, enfermizo inclusive.
Con cuidado de no utilizar más que la yema de los dedos lo cogió, cuidándose a su vez de no ser descubierto. Obviando, no sin reparo, el olor nauseabundo que destilaba. Fue necesario deshacer las primeras dobleces, las más sucias y abandonadas hasta encontrar la primera palabra entera escrita: “Lunes”.
Ni hubo ni tampoco tuvo tiempo de más. El deplorable estado de la cuartilla lo retrasaba demasiado y el crujido continuo de la hojarasca lo volvía a cada sobresalto más torpe. Hasta hacerlo desistir en la tentativa. Tras los síncopes iniciales de los que se recuperó con mayor o menor rapidez, llegó el sobresalto definitivo al oír como el dueño de los pasos se acercaba reclamando su lugar en el banco. Al hombro, casi en caída libre hacia la espalda, a modo de morral campesino, portaba un saco que en otro tiempo parecía haber servido para transportar historias y que, con el paso de los años, se había devaluado hasta no tener otro uso que el de abrigar momentos cuando estos quedan vacíos. Sobre unas botas destalonadas de esparto lavado vestía barba poblada, del tipo de barba que ha perdido toda relación de amistad con el agua, que por supuesto no tiene intención alguna de recuperar, y menos interés aún en esconder. Completaba el atuendo con un gorro de invierno bajo el que apenas podían adivinársele los ojos, un vaquero tan ancho como su espalda, y la camisa de listas negras de los domingos, que era exactamente la misma que usaba cualquier otro día de la semana. Por encima de ella llevaba una gabardina tan huérfana de botones como de recuerdos; tan olvidada como huérfana. Por último, entre la piel y el mundo, solía vestir una costra sempiterna, olor a ropa guardada con la que se enemistaba y reconciliaba según el momento. Tantas veces como cuadrase hacer.
— ¿Qué hora es? —dijo desafiante, como si a partir de una hora el banco le perteneciese en propiedad exclusiva, como si esa hora ya hubiese llegado.
La escena parecía una repetición exacta de la noche anterior. A cada minuto se hacía más amenaza de morir idéntica y Fermín no estaba a favor de ello, a favor de la repetición íntegra. Ni siquiera del simple parecido. Así, a diferencia de lo ocurrido la noche anterior, no desapareció junto a su sombra sino que se limitó tan solo a juntar las piernas dando a entender que aquella era toda la concesión de terreno que estaba dispuesto ceder.
— Dios no es perfecto —pensó para sí por tercera vez en apenas un día y lo repitió un par de veces más, tal vez para acordarse de anotar «educación mejorable» en su libreta de “A media mitad” al tiempo que juntaba las piernas.
Lorenzo también tuvo a bien hacer su concesión y se ahorró discutir matices y se sentó a su lado. Por una vez le resultaba más interesante preocuparse por despejar de los bordes de los envases de cartón los mosquitos que los invadían que por el supuesto desafío de Fermín. Carecía de relevancia que entre el cartón y su mano, lo menos sucio fuese el cartón. Una vez creyó tener un par de cartones limpios, o cuanto menos no tan andrajosos, dejó que sus labios se enamorasen del viscoso líquido que rezumaba podredumbre desde la noche anterior.
— Es lunes. Igual que ayer. Igual que mañana —contestó pasado un tiempo, cuando recordó que Fermín le había hecho una pregunta.
— ¡Cuidado! —exclamó Fermín, señalando un trozo del cartón que se había soltado por la humedad y que Lorenzo estaba a centímetros de engullir.
— ¿Esto?, le da sabor —dijo el hombre harapiento sin darle importancia, sin sobresaltarse, devolviendo con un mimo que no se le presumía el trozo de cartón al lugar que debiera ocupar y seguidamente añadió — Basta un lápiz para derrotar a un imperio —sin saber muy bien el motivo por el que lo decía. Lo completó esgrimiendo de forma amenazante su dedo índice; como si aquel gesto formase parte indispensable de un mismo todo, como acto principal de la coreografía necesaria para dar rigor a la sentencia.
Y tal como había hecho en ocasiones anteriores, tampoco en esta añadió una sílaba de más a su alocución. Se limitó a esperar que su contertulio se difuminara en la distancia. Sin estridencias. De todos modos no albergaba mayores preocupaciones que la inmediata, y la más temprana de ellas era pertrecharse en su fortaleza en forma de banco de madera blanca carcomida.
De alguna rendija a medio tapiar se escaparon dos segundos de silencio que bien podían parecer dos vidas antes de que Fermín acabase su segunda oportunidad como había acabado la primera. Pareciera, también, que había comprado un álbum de fracasos al que, a los pocos, iba añadiendo cromos. Frustrado en los primeros momentos, pensó entonces que por fin había encontrado una similitud con aquel hombre tan extraño: los dos empleaban una frase comodín y sin saber porqué, una mueca de haber descubierto una conspiración contra él se dibujó en su rostro y le acompañó buena parte del camino.
La mañana siguiente ya semejó ser otra. Había querido amanecer olvidando los cielos plomizos de los últimos días. Incluso en su anhelo de alargarse se fundió con la noche haciéndola excesivamente clara. La luna llena había relevado al sol sin que prácticamente se evidenciase diferencia alguna, sin que nadie se percatase de ello. Para combatir la ausencia de oscuridad, Lorenzo sumergía sus labios en vino, como si con ello bajase la intensidad de la luz. Le resultaba sumamente agradable el sabor que transfería el cartón usado al líquido, por lo que usaba los cartones una y otra vez, hasta que se volvían incapaces de soportar el peso; sólo entonces, y muy a regañadientes, los desechaba; siempre con la duda de que si, de haberlo intentado, hubiesen soportado un uso más.
¡Cuántos besos hubiese deseado repetir de encontrar en ellos el sabor del cartón de vino gastado y cuántos otros habría evitado de saber de antemano que no lo encontraría!
Con los ojos alumbrando tal como alumbraría un ejército de luciérnagas y con más alcohol que sangre surcándole el cuerpo, desabrochó las dobleces del papel y para sorpresa de Fermín, lo hizo con intención de leer lo escrito a pesar de que hacerlo le abriría heridas ya cerradas; y éstas, eran heridas implacables. Heridas de la clase de heridas que se hacen inmunes a los corazones amortiguados, que se hacen llagas aún cuando él fuese quien de reconocerlas antes de sobrevenirle. Enjuagó una vez más los labios en el vino y con el eco de las gárgaras golpeando el infinito de la alameda, empezó a leer.

«Lunes» (doble subrayado) Hoy es lunes. Lunes de invierno. Siempre es lunes. Siempre es invierno.

— Siempre es invierno. ¿Y mañana? Mañana volverá a ser lunes» Fin —dijo y devolvió el papel a sus dobleces.
Era demasiado evidente que eso no era lo que estaba escrito en la cuartilla que con tanto celo protegía, o al menos, no eso sólo, pero Fermín decidió dejarlo así por el momento.
—No sé, algo querrá decir —dijo; algo que en realidad significaba: bueno, está bien ¿y ahora?
Fermín se estiró cuanto pudo por la curiosidad de comprobar si el papel estaba o no firmado pero no encontró rúbrica alguna por ningún lado. Pensó que tampoco tenía mayor importancia. Aquella cuartilla maloliente era tan superviviente como lo era el propio Lorenzo.
Ambos habían compartido las mismas noches en la alameda y haberlo hecho sobreponiéndose a las embestidas del vino, tenía su mérito.
No obstante sí hubo algo que llamó poderosamente la atención de Fermín y fue que antes de que la noche se cerrase por completo, Lorenzo escudriñase el fondo del saco hasta alcanzar una cajita de madera que había ido perdiendo juventud en los continuos trasiegos. De ella sacó más pliegos como el que había dejado a medio leer Fermín, tan fosilizados como la propia caja, cosidos entre sí con hilos de distintos colores y trazos tan torcidos como cartones de vino hubiese bebido el día que tocase zurcir. Completamente descuadrados unos respecto a los otros, sin ordenar, sin numerar, sin etiquetar, sin vestir…
Fermín les encontró notable parecido con las hojas de los diarios desprovistos de cubiertas, esas hojas que por alguna razón irracional adquieren el privilegio de ser conservadas frente a otras, que son rechazadas, aún siendo idénticas a las primeras. Que sobreviviesen con sus respectivos sobres y tapas ya era una utopía. Fue entonces cuando Fermín comprendió la importancia del espacio para Lorenzo; las tapas y los sobres sólo servían para ocupar un hueco demasiado valioso para regalárselo así como así a unos simples envoltorios, y en su vida, el espacio, era un bien caro. Muy caro. Había llegado el momento en que casi todo le entorpecía.
Una vez desabrochados todos los pliegos, Fermín creyó leer
  
                Cerrado por invierno”

Justo una línea por encima del “«Lunes» (doble subrayado)” que había leído Lorenzo.













II

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda.
         Fermín, tal vez prisionero de la incertidumbre, pasó semanas sin perseguir un encuentro con el hombre harapiento. Cada mañana amanecía más cabizbaja que la anterior, si cabe estrangulada por las madrugadoras nieblas plomizas de primera hora que golpeaban en la puerta de su refugio invitándole a no salir de él. Cada mañana, además, siempre se encontraba con algo que le recordaba lo pretérito que le quedaban los tiempos en los que los refugios vivían del otro lado de los muros de las casas.
         También cada mañana era conocedor de que no lejos de sus muros se levantaban los de Lorenzo, y fue así, a partir de saberlo por lo que sí empezó a sentir la necesidad de indagar en el habitante harapiento de la alameda.
         «Cerrado por invierno» rezaba la frase troquelada en un cartel metálico. Detrás, un hogar disfrazado de bazar de principios de siglo, tan atestado de años como de estanterías rebosantes de artículos de toda clase: necesarios algunos, extravagantes otros, de utilidad dudosa otros… Había cabida para tantos que también los directamente inservibles tenían su lugar.
         En tiempos, el bazar había sido punto de referencia y encuentro eterno de clientes, visitantes y curiosos, de transeúntes agolpados ante el mostrador con la paciencia del pescador novel que espera frente al anzuelo vacío su primera pieza. Todo enjaulado entre muros de mármol y granito; de más granito que mármol —todo sea dicho— que de haber tenido memoria, recordarían que, en algún tiempo, aquel bazar había estado entre los lugares más emblemáticos del pueblo; amén de ser platea de rumores y chascarrillos varios, que, en ocasiones rozaban lo sobrenatural; más, si cabe, cuando los ancianos se esforzaban en pormenorizarlos y engordarlos hasta hacerlos rozar la leyenda.
Incrustadas en la fachada principal destacaban las vidrieras, tan diferentes una de otra… de tal belleza que el arquitecto había dispuesto protegerlas por un ejército de ángeles tallados de la misma roca; amenazantes a pesar de ser ángeles, fieles a pesar de parecer amenazantes, vigilantes de todas formas, como quien tiene por encargo defender una planicie desde su torre de piedra.
De muros hacía adentro la vida avanzaba como si de un enfermo estabilizado se tratara, sin demasiados altibajos y siguió así hasta el día que olvidó hacerlo. Hasta el día en que un achaque fulminante, tan fulminante como inoportuno, estranguló el aire y destempló las paredes, empotró las puertas y silenció el ruido… sobre todo el del ruido apagado. Siquiera el mobiliario fue una excepción: también había perdido su sitio en el espacio diáfano, tan vacío como repleto de oquedades que filtraban, según la conveniencia de cada momento, la luz que llegaba a través de las vidrieras alegrando el tedio interior. En el centro del vacío, tan sólo una sábana —más mortaja que sábana— habitaba en el caos. Cansada, débil, agonizante, tanto que apenas reunió la fuerza suficiente para aletear cuando Fermín pasó la mano por los cristales. Por más que lo intentó, le resultó imposible ver algo en la nada. Aquella tarde sí pareció que el desorden había hecho su viaje sin billete de vuelta. El bullicio… ¡Todo faltaba! ¡Gente! ¡Faltaba gente!
De muros hacía afuera el día vaticinó sinsabor nada más despuntar. El sol había perdido en brillo y ganado en palidez respecto a los días anteriores. Había amanecido envuelto en una nada negruzca que amenazaba envolverlo todo y que remarcaba las heridas que lastraban el negocio después de que una repentina enfermedad obligase a que Don Crescencio se jubilase prematuramente. Sin tener el más mínimo detalle con él. Sin concederle siquiera la limosna del tiempo necesario para subastar herencias, sin tiempo de desamontonar el polvo que se esparcía en el suelo vistiendo las costras en los azulejos astillados.
Aquello desencadenó todo. El caos surgido apenas dejó diferencias entre el edificio y el día. Los dos estaban igual de apagados, igual de tristes, igual de gélidos, igual de… tal vez igual de contagiados por la rutina invernal que volvía los días grises. Uno tras otro, sin importar cuantos caducaran, el siguiente era siempre más gris que el anterior, y que el otro y también que el siguiente.
Sin embargo, como en todo caos desordenado, de cuando en cuando aparecían excepciones más cromáticas, así, como huyendo del gris invasor, como si se tratase de un día de Agosto incrustado en Noviembre, Fermín descubrió que aún quedaba un hueco para asomarse a ventanales imaginarios; un hueco para descubrir a través de ellos la vieja Plazoleta de Ojea, la elegancia de los puentes empedrados de antaño, inmaculados, respirando el mismo agua que surcaría en siglos anteriores bajo sus arcos; o para descubrir cómo nuevas parejas de adolescentes jugaban a hacerse mayores casi del mismo modo que lo habían hecho muchas otras antes que ellas, jugando a enamorarse esquivándose las manos a la vez que se acariciaban los nudillos, completamente perdidos en la belleza de lo momentáneo.
El propio Fermín se había pasado tardes enteras en aquellos puentes, pero aquella vista a través del ventanal imaginario era totalmente distinta a la que tenía delante.
Del otro lado del puente (del real, no del imaginario) se izaba al cielo la Iglesia de Santiago el Mayor, desde siempre, enjuagando con acierto un buen número de estilos constructivos antagónicos entre sí. Un edificio peculiar al que todo encargado de reforma alguna trataba de perpetuarse firmando algún nuevo detalle. Así, era necesario atravesar un angosto pasadizo soterrado para llegar desde el altar hasta el campanario. Allí, alguien había dispuesto situar una balconada circular abrazando la torre, como salvaguarda de no se sabía bien qué. Ya en el interior destacaba la belleza perenne de los retablos, la madera virginal del entramado de riostras… aunque lo que más llamaba la atención era su Cristo; especial porque al no haber consenso sobre qué postura debía de tener, finalmente otro alguien con suficiente voz y voto, había decidido que luciría con los dedos entrelazados en la misma soga que le ahorcaba las muñecas por encima de la cabeza.
En el exterior un muro de piedra protegía la parte más expuesta al agua, el mismo cauce vacio que ya desnudo de agua, solo era útil para servir de pasillo fronterizo entre las parejas que perseguían el deseo en el humo de las cenizas y las que ya se arrepentían de haberlo buscado en ocasiones que no querían ni recordar. Por si faltase algo, otro encargado de obra había decidido que para preservar el romanticismo y la intimidad que necesitaban para sí las parejas que se jugaban su futuro a cara o cruz en el puente, nada mejor que colocar un travesaño metálico engarzado cada tres postes de piedra que resonaría sin piedad al mínimo roce.
Aquel pasado no debería de diferir mucho del presente que tenía Fermín frente a sus ojos, pero en absoluto era así. Sí lo hacía y mucho. A decir verdad, Lorenzo ya había empezado el día torcido; más bien continuaba bacheado desde la noche anterior y el plato de sopa había sido el primer conocedor de ello. Lo había embestido con tal saña que si tuviese la opción de sangrar, lo hubiese hecho. Empotraba la cuchara contra el plato como si lanzase dardos al centro de una diana, como si aquello fuera a redimirle de su catatonia pasajera.
¿En qué lugar se había torcido la vida de aquel hombre hasta convertir en hogar, o cuanto menos en una estancia más de su hogar, un banco de alameda?
En esa pregunta se atoraba cualquier planteamiento de Fermín y esa pregunta era la que le había llevado aquella mañana al parque y, la que le había llevado desde el parque a la puerta de la tienda de Crescencio.
Fermín había olvidado tanto su alrededor que solo volvió en sí cuando le resultó harto difícil imaginar aquellas cuatro paredes de la tienda vacía en esplendor. Ante la nada se hace complicado imaginar. La inauguración, el robo que se había muerto como simple tentativa, los anuncios a media página en el boletín municipal o la colección de crisis que nunca mermaron el ánimo del viejo… Sin embargo sí constató que había algo que no hacía distinciones entre auges y declives, que transcurría igual en la nada como en cualquier otro sitio; y ese algo era el tiempo y de él, los rasguños haciéndose mayores al ritmo que lo hacían las parejas de los puentes, hasta convertirse en hondas heridas, algunas irrecuperables.
 — Buenas noches —dijo Fermín en cuanto vio a Lorenzo ocupar su banco, el tercero de los siete.
— Buenas noches —respondió Lorenzo al momento. En el mismo momento en que Fermín dudó si había dicho en alto o para sí aquello de — Mira, parece que es anotar las cosas en la libretita y el de arriba va haciendo.
 — ¡Si al final va a resultar que Dios no hace porque no quiere! —añadió en un tono de voz, creía, más alto de lo que quisiera.
Finalmente se había aclarado bastante más el cielo que sus dudas. Llevaba un par de horas sin llover por lo que la hojarasca no crepitaba. Fuera o no esa la razón, también había un par de aspectos en los que ya coincidían Fermín y Lorenzo. Uno, que Lorenzo no siempre había sido el hombre harapiento que aparentaba ser. Muchos siglos antes había nacido bautizado bajo un aguacero inmisericorde. Y otro, que o siempre era invierno o el verano tenía muy buenos escondites.

En poco más estaban de acuerdo.

Después, sin tiempo a que se le secase la mojadura, fue descumpliendo vida como aprendiz de carpintero con Don Ernesto los lunes, vertiendo hogazas en el horno de la panadería martes y jueves, y, en lo que saliese los demás. Así, la tienda no hizo más que irle poblando el alma de una madurez que no le pertenecía, de esa madurez que permanece oculta hasta el día anterior al que el cuerpo cumple diez años más de una sola vez.
— Con todo lo que llovió y qué noche ha quedado —dijo Fermín. Algo que a los oídos solo podía significar “no sé de qué hablar, así que voy a probar con cualquier cosa”.
— Así es —respondió Lorenzo sin necesidad de detener el trago que le ocupaba para ello. Si acaso añadió el punto y final que le faltaba a su frase. Nada más.
Parecía triste, más de lo habitual, como si estuviese a medio camino entre la resignación y el hecho de asumir que aquel banco, el tercero de siete, y que no distaba mucho de una cárcel, estaba más cerca de convertirse en un hogar completo que de ser solo una estancia más de él.
Y era cierto; parecía una cárcel. También era cierto que carecía de barrotes pero también lo era que tenía excedente de todo lo demás: sus horarios de visita, su patio de paseo, la tibieza del paso del tiempo, su colección de ruidos, su espacio limitado, sus diálogos angostos… todo apelmazado en dos metros de banco de madera carcomida. Treinta centímetros escasos de salón, quince de despensa, veinte de dormitorio, cinco de cuarto de invitados, el resto de patio. Había hecho en tantas ocasiones las mismas cuentas que había tenido oportunidad de irle puliendo detalles y ya no encontraba nada descabellado en la comparación. Aún con todo, ya fuera cárcel o no, había una cuestión que se le escapaba a Fermín: ¿dónde tropezó Lorenzo? ¿Dónde se encontró con el bache en su vida?
— Así es —repitió a su vez Fermín como dando validez a la respuesta de Lorenzo, más ocupado en calcular el tiempo para el que disponía de vino que en el propio Fermín y sus elucubraciones.
— Así es —reiteró, sin saber muy bien si la conversación seguía teniendo sentido o, si por el contrario, carecía de él desde frases atrás.
— ¿Y la tienda? — preguntó a regañadientes, con esa vocecilla lacónica que tiende a encorbatar las preguntas cuando son por obligación.
A Lorenzo se le expandieron los ojos como si acabase de recibir la mayor sorpresa de su vida. — ¿La tienda? ¿Qué quieres saber? —respondió tratando de acotar la pregunta. A diferencia de Fermín, él prefirió usar ese tono de pregunta en el que si la respuesta no es la esperada, no hay más conversación.
— Nada… ¿trabajabas allí, no? —dijo Fermín recuperando su tono normal de voz.
— De eso hace muchos años… —contestó Lorenzo, aunque uno y otro peinasen prácticamente las mismas canas.
Fermín no dijo ni media palabra aunque le quedasen muchas por decir. Le empezaba a coger la medida al hombre harapiento del banco y optó por seguir en silencio por si Lorenzo tuviese a bien alargar su respuesta, pero no lo hizo. Era ya muy viejo en esas lides de desnudarse con la ropa puesta. Simplemente se limitó a sacar un cartón más del saco y expirar un — Ya esta, suficiente.
Frase a frase el tono se había vuelto más lacónico, más tosco. Lorenzo lo alentó. Había pasado tantísimos años en la tienda que nombrarla hacía que le asomaran al balcón que tenía sobre cada mejilla alguna que otra lagrimilla que rápidamente intentaba esconder. Tal vez en otro momento le hubiese contado alguna de los cientos de anécdotas que guardaba pero no aquella vez. Tuvo de sobra con recoger las lágrimas antes de que se hiciesen visibles.
Sin nada más a mano, tuvo que cobijarse en los pliegos deshojados que descosía para inmediatamente después recoserlos; una y otra vez. Por suerte, le quedaba suficiente vino en los cartones.

           







III

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda.
         Lorenzo alzó la vista al cielo y suspiró; le quedaba suficiente vino en los cartones. Además era suficiente como para permitirse elegir y no tener que mendigar sorbos del más rancio. En eso, en elegir, sí había hecho caso a los consejos que le regalaba Fermín. Sin quererlo y a su pesar empezaba a palparle el gusto al vino fresco. Incluso desde que lo hacía, le parecía que la hojarasca del suelo tenía más brillo. Poco a poco fue acostumbrándose a compartir tiempo con Fermín; mientras uno desabotonaba la camisa de listas negras y enjuagaba el aliento con líquidos enjaulados en cartones, el otro equilibraba los hombros y volvía sobre los pasos andados; mientras uno trataba de cuantificar al peso el tiempo, al otro le tocaba sortear los trozos de océano que se adentraban en las hendiduras de los adoquines.
         Se habían acostumbrado a compartir tiempo. ¡Qué cosas! Habían llegado al punto de tener tiempo para perderlo. Las preguntas de uno habían dejado de incomodar al otro, y a la vez, las respuestas del otro ya no esperaban traspiés para guillotinar conversaciones.
Las lunas empezaron a sorprenderles sin que apenas tuviesen tiempo de interiorizar que habían dejado noche entre un día y el que le seguía. Fermín había descubierto en el extraño comportamiento del hombre del parque un aliento con el que mitigar la soledad de tener que sentarse a cenar cada noche solo, sabiendo que nadie lo esperaría del otro lado de la mesa. Esos detalles eran los que le habían valido para cuantificar el tiempo. Tenía tanto que había hecho el cuerpo a no incomodarse, a no hacerlo siquiera al no recibir ni el saludo de la lámpara que alumbraba la entrada de su propia casa. Tan hecho a los silencios que él mismo pasaba semanas enquistado en ellos.
En aquel ambiente no resultó extraño que acabara engullido entre las conversaciones tibias entre Don Silencio y madeimoselle Soledad, solo interrumpidas por el volteo triste de las hojas de los libros que devoraba tras la cena. Cada noche tocaban mil a la vez. De poesía renacentista, de novelas de dramas agotados, de citas…, cualquiera y cuando no eran estos ni aquellos, eran los libros sacramentales que había heredado en penitencia y que poblaban cada resquicio sobrante de cada estante.
Quizá esa noche fuese más temprano de lo habitual y los pasos que acercaron a Fermín a las estanterías resonasen en la madera que cubría el salón como si de una procesión de Semana Santa se tratase. El embaldosado de la cocina era más discreto pero también menos acogedor, más ario, por lo que las visitas a ella se reducían a lo estrictamente necesario, cuando eran de prioridad absoluta y jamás con un libro bajo el brazo. De sobra sabía que los vapores de la cocina y las hojas de los libros difícilmente entablarían alguna vez amistad.
— ¡Qué poquito hace falta y Dios haciendo puentes! —exclamó para sí después de espesar el cuenco de sopa recocida del día anterior con patata troceada sin demasiadas florituras a las que añadió una punta escasa de chorizo que tenía a medio olvidar en la alacena. Años atrás, por otros motivos, había aprendido que el exceso de florituras solo servía para gastar tiempo y adelantar muertes. Después se dejó derrumbar sobre el sillón de lectura.
Don Jesús le había confiado los libros a modo de legado, uno a uno, hasta que el uno a uno fueron tantos que obligó a Fermín a crearse algún sistema de catalogación. Obviamente él era más de leer que de ordenar así que no se adornó en demasía: los que le gustaban a un lado; los que no al otro. Sin más.
Tras la sopa, ya recostado en su sillón de lectura, encontró tiempo para desgranar el libro de epitafios. Llevaba noches haciéndolo y aunque ya llevaba poco menos que un tercio de él leído, las últimas noches notaba que la lectura era diferente. Extrañamente le calaban más. En más de una ocasión se había sorprendido releyendo varias veces el mismo párrafo, el mismo epitafio como queriendo encajar a Lorenzo en ellos.
Los había de personajes ya de por sí celebres y de otros que lo fueron a partir del epitafio. Contra su voluntad también descubrió varias marcas entre las páginas ya leídas señalando aquellos que le habían llamado la atención.

“Basta un lápiz para derrotar un Imperio”.
Luís Tilve Freire. Periodista.

Fermín lo tuvo claro. Cualquier aprendiz de juntaletras, con o sin carrera, con un mínimo conocimiento de cómo engarzar con cierto sentido consonantes con vocales y con mayores dotes para esconder miserias propias, más concienzudamente cuanto más sirviesen para descubrir las del vecino, podría ser Tilve Freire.
La reputación de una vida balanceándose sobre quince líneas negras sobre un fondo blanco a merced de cómo quiera trazar las letras cualquier aprendiz de juntaletras. Eso era “Basta un lápiz para derrotar un Imperio”.
Durante unos minutos la frase iba y volvía a su cabeza. Sinceramente le sonaba tan familiar. No estaba cien por cien seguro pero juraría que no era la primera vez que la escuchaba, ¿pero a quién?, ¿dónde?
Juraría haberla escuchado con anterioridad; aunque le era imposible determinar a quién ni en dónde.

“Basta un lápiz para derrotar un Imperio”

¿Dónde lo habría oído?
Aquel libro lo atrapaba. Cada sentencia era una auténtica obra de arte en miniatura. Sumamente abstracta en ocasiones, en otras en la medida justa como para permitir la interpretación en una dirección o en la contraria. Los había de todas las clases.

“Aquí yace Pascal, quien ni tuerto escatimó lid ni rival en entuerto”.
Pascal Guizot. Historiador.

Guizot había muerto miope de un ojo y completamente ciego del otro.
Otra marca señalaba el de un taxidermista islandés de apellido impronunciable. Si cuadra era el más acertado de los que llevaba leídos. El buen islandés se había limitado a firmar un escueto “FIN” en su último catre.
Diferente a todos era el caso de Torcuato Sáenz de Salas. Como buen escribiente inglés —más inglés que el Támesis a pesar de su nombre—estaba habituado a composiciones poéticas perfectamente estructuradas en rima y métrica. Un ser tan rubio como arrogante, tan inglés como consciente de su destreza; tan lejos de querer esconder sus cualidades que quiso perpetuarse con ellas. Quinientos versos de epitafio de tirón. ¡Quinientas líneas para decir: estoy muerto! Ese fue Sáenz de Salas.
Casi había acabado de leer la encíclica pastoral de Salas cuando a Fermín le sobrevino por enésima vez la imagen de Lorenzo en la alameda. Una imagen clara, nítida, sin difuminar, con el dedo índice en alto en actitud más que amenazante y, de no incurrir en perjurio, juraría haberle escuchado pronunciar nítidamente:

— “Bastaría un lápiz para derrotar un Imperio”.

Lo hubiese jurado.

Un aluvión de pensamientos lo atacó al momento. ¿Y si todo se debiera a una simple casualidad? Era posible, pero… ¿qué sentido darle entonces al disfraz de hombre harapiento? Era evidente que aquel hombre escondía sabiduría bajo aquel disfraz pero ¿por qué había decidido hacerlo así? Fermín tenía demasiadas preguntas y ninguna respuesta.
Demasiado de una cosa y nada de otra no equilibraba ninguna balanza. Fuere como fuere tantas conjeturas habían sorprendido a Fermín y sorprenderse significaba descuidar la rutina, zigzaguear los rigores establecidos y él siempre trataba de huir de tales traspiés. Le había impresionado tanto la colección de renglones de Sáenz de Salas que en vez de perderse en más y sis, prefirió emborronar un folio en blanco hasta convertirlo en epitafio, en su epitafio; razón de sobra para que lo demás pudiera esperar.
Como hombre metódico trató de hacer las mínimas concesiones posibles al azar para lo que ideó un cronograma de trabajo a su medida: buscaría la inspiración cada noche, de once a doce y media. Luego trazó los raíles por los que transitar: obviamente poesía, obviamente rimada y obviamente lejos del medio millar de versos de Salas.
No necesitaba más que dos ingredientes indispensables: el tiempo y los duelos suficientes sobre los que tallar sus versos. Además tenía una ventaja añadida; la de ser capaz de encajar todos los fracasos que le esperaban. Y fueron muchos. Tal vez incluso demasiado demasiados antes de que consiguiera reunir tres renglones sin tachar nada en los dos anteriores. Así, poco a poco fue haciendo menos tachaduras en las cuartillas, así poco a poco fue cosiendo una letra a la siguiente, zurciendo comas con tildes y así, poco a poco fue puliendo las frases hasta que semanas después decidió ponerle punto final.
Después lo leyó como si necesitara de hacerlo para creerse que aquellas letras que emborronaban la cuartilla las había escrito él.
Con el punto y final le invadió una extraña sensación: por un lado ponía fin a un buen ramillete de noches buscando qué palabra podía casar mejor con la anterior, por otro lado, se encontró medio huérfano, teniendo que pensar en qué ocupar un tiempo que creía no disponer.
Lo releyó un par de veces más antes de terminar de creérselo y una más para comprobar su sonoridad, imitando una de esas extravagancias de artista consagrado antes de dejar que se tupiese de polvo en el fondo del cajón. Luego, Fermín chocó de bruces contra otra realidad que, hasta entonces, no había tenido en consideración: francamente de nada servía disponer de un epitafio sin un funeral en donde enseñarlo; de nada sin un lugar donde poner en valor su obituario personal y porque no decirlo, de nada le servía si no podía medir de algún modo su vanidad a la de Sáenz de Salas.
Después de descorazonarme las grietas
y agrietarse los corazones sin vida
enviudarán las viudas tristezas.

Cuando me derrote una guerra
y se apague mi voz en el eco de la brisa
cuando los versos mueran huérfanos de rima
me iré sin eslabones en las cadenas.

Después de desenredarme de las enredaderas
de navegar entre humo de cenizas,
teñiré el cielo de fugaces estrellas.

Después de atrincherarme en tu trinchera
después de perder esta última partida
las sombras borrarán promesas escritas,
me iré sin la sangre que me da la vida
Después de purgar infiernos y condenas
después de despedirme sin despedidas
amanecerá el sol entre lunas negras.

Después de desnudarme en un poema
de vaciar de cadáveres la mochila,
cuando la lluvia marchite mis días,
después de pagar alquiler a las estrellas.

Después de la muerte que me espera
derramaré mi sangre en tus heridas
convertiré mis pasos en tus huellas.

Después de que mi vida se muera
me perderé en laberintos de almas perdidas
después de este hoy que agoniza
me iré sin que nadie espere mi vuelta.
A lo sumo lo leyó un par de veces más. Luego, abrió un cajón y entumeció el papel en él.  
En su opinión, no sonaba tan mal para haberlo escrito él, siquiera aprendiz de nada, y aunque tenía muy fría la idea, sin meditarlo demasiado, porque en caso de hacerlo seguramente no hubiese sido capaz, sintió la necesidad de medirse en público.
Para ello tuvo muy claro el método: qué mejor forma que ponerse en situación.
Durante un tiempo asistió a cuanto funeral pudo; conociese o no al difunto, donde trataba de alquilar su epitafio a los oídos más próximos. Llegó a comparar tantos funerales que tuvo la impresión de haber vivido el suyo propio aunque faltasen años para ello; o eso quisiera él.
De todos modos el suyo lo imaginaba discurriendo entre un enjambre de lágrimas artificiales que aflorarían semidesnudas entre el luto de las ropas. Delmira formaría parte del equipo de matarifes que la verían con recelo, hastiados de soportarla durante años; Lorenzo asomaría tras haber dejado prestado en el armario su traje de hombre harapiento y alguien heredaría en encargo leer su epitafio sobre un fondo musical de pésames abandonando la iglesia a hurtadillas… los tímidos, los apesadumbrados, los cabizbajos, los que agonizan entre susurros, los que enjuagan lágrimas y, los otros, los incapaces de mostrar dolor porque sencillamente, no dolían.
En lo referente al envoltorio no habría nada diferente que lo distinguiese de cualquier otro funeral. No más de un cuarto de hora, a poder ser escaso, para encumbrar al fallecido, sin importar si fuera merecedor o no de ello y otros cinco minutos de añadidura para profundizar en los dimes y diretes que irían surgiendo.
 — Hola Juan.
— ¿Qué tal Alfredo?
— ¿Quién murió de esta vez?
— Pues ni idea, pero ahí está Román que sí sabrá.
— Bueno… hay que ver lo buena que va a resultar la lluvia de estos días para las cosechas…
— No sé yo, ¿habrá llovido lo suficiente?
— ¿Para las cosechas?
— Sí, para las cosechas y para los gorriones que de tan despistados que parecen, son más inteligentes que alguno —afirmó alguien.
— Deja a los gorriones que para alguien, seguramente, serán una alegría. Siempre son bien recibidas las alegrías, por pequeñas que sean en medio de tantas tristezas encadenadas —respondió otro que parecía haber pensado durante meses la profundidad de la frase porque después de aquella, no volvió a pronunciar palabra.
— ¿Gorriones? Una vez tuve uno.
— Una pareja yo, pero jamás conseguí que criasen.
— No serían pareja…
— ¡Huy! ¡Delmira! Con tan poco ruido como hace, no la había visto llegar…
— Sí, hijo, sí. Aquí estoy a ver que nos cuenta hoy el memo este. ¡Buitres! ¡Buitres!
— ¿Buitres? ¿Pero no eran gorriones?
Y así.
Fermín barruntaba que el suyo no diferiría mucho de aquello que imaginaba.

“Basta un lápiz para derrotar un Imperio”.
Luís Tilve Freire. Periodista.

Aquella noche Fermín continuó su lectura. Ni estaba dispuesto a tirar la sopa recocida ni tampoco quería eternizarse ante el plato por lo que fue vertiéndola en pocillos de café que iba rellenando y paseando por la casa. Así hizo mientras quedaron pocillos que rellenar; mientras quedaron páginas que leer.

— “Si te fueras antes que yo, no pases el pestillo de la puerta del cielo que también esa noche, aunque tarde, dormiré a tu lado” —decía otro.

Eran tantos que resultaba fácil reconocerse en alguno, incluso le fue fácil descubrir que todavía mantenía intacta la capacidad de llorar con otros. Sin darse cuenta ya llevaba un par de páginas adelgazando lágrimas cuando quiso secar la primera en sus ojos.
— La última vez que lloré fue antes de nacer —solía repetir; aunque por supuesto habían sido varias docenas más, y aquella noche volvió a hacerlo unas cuantas veces más, por más que estuviese sólo, por más que nadie estuviese para verlo.
— ¡Buenas noches! —dijo Fermín en voz alta como si alguien fuera a contestarle.











IV

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda.
         Don Jesús era un hombre peculiar. Al menos cuatro generaciones lo habían compartido… o padecido, según a quien se preguntase. Ni era blanco ni era tampoco negro. De contradicciones absolutas, incluso su llegada al sacerdocio había sido por descarte y del abanico de virtudes que podían anticipársele a un cura, él carecía de todas. Huraño, rencoroso, excéntrico; parco en palabras y todavía más parco en hechos. Tan irreal a su profesión que, de no ser por el alzacuellos, nadie acertaría. Aún así no todo eran diferencias con sus compañeros de gremio: el escaso anhelo por darse la mano con la eternidad que prometían sí la compartía con el resto de curas.
         Lorenzo, por su parte, se había iniciado como descreyente el día que oyó como un cura rehuía, sin ponerse demasiadas trabas, de la misma eternidad que vendía como panacea al resto de mortales; que, curiosamente, resultó ser la misma de la que empezó a rehuir Jesús un último día de enero antes de un primer día de febrero cuando volvió a nacer, esta vez ordenado como Don Jesús.
Como hijo único heredó un terreno en hectáreas; como cura, un medidor de centímetros para cribar herencias, un rosario de ébano y una estola bordada en propiedad y, a tiempo parcial, la gerencia de una capilla que fue siempre ex colegiata sin haber sido nunca colegiata. Ni cuando el Papa Paulo III la elevó de categoría en 1545.
La última parte de la herencia le fue más difícil de digerir. En la comparación permanente con Don Ignacio, quien había regalado setenta y tantos años a la parroquia a fondo perdido antes que él, sin permitirse un solo catarro otoñal, Jesús siempre saldría perdiendo.
Era evidente que esta última herencia no era muy de su agrado. Ignacio era uno y Jesús otro, y además éste, parecía dispuesto a esforzarse desde muy al principio para dejarlo claro; a su pesar, tal vez demasiado temprano.
— Buenos días. Les saludo antes de que se conviertan en ese muerto que les habita, ese que respira, que bebe, que pasea, que ama, ese que sabe que será un muerto, ese que finge no saberlo haciéndoos creer que ni siquiera finge… esos muertos no suelen ser muy distintos a ustedes, muy distintos al muerto que cada uno de ustedes lleva dentro —dijo como introducción a su primer sermón, antes incluso de compartir su nombre con quien le escuchaba, con la misma naturalidad de quien abriría un paraguas si lloviese. Sin que le tambaleasen ni las pestañas.
— ¡Ah! Por cierto, me llamo Jesús; Jesús Fontán —dijo atravesando con su voz el runrún atónito de los asistentes al acordarse de que no se había presentado.
Eran tantas sus desventuras que casi todo el pueblo lo había sufrido de una u otra forma. Además, si sus propias desventuras no bastasen, alguna que otra vez habían sido simples casualidades las que lo habían comprometido. En una ocasión, para templar ánimos propios y ajenos había aceptado acompañar al médico del pueblo en una visita que a este le había quedado pendiente.
Luego sí, después del impulso inicial no necesitaba demasiado para lanzarse al vacío.
— Perdone, soy Fontán —dijo— He venido con el Doctor Fontenla con la celeridad que me ha sido posible. Él la socorrerá en su inmediato óbito. No dude en preguntar lo que estime oportuno. A cualquiera de nosotros; a cualquiera de los dos. Tenga presente que yo también estoy por si necesitase comprensión en esta delicada situación que se nos presenta —le había dicho nada más ver a la enferma sin dejar que el médico mediase un simple «Buenas tardes» como prólogo.
— Sin prisa. Tómese su tiempo. Sin prisa. El que considere oportuno. ¿Ya?... Descuide, no tengo problema en esperar. ¿Todavía no?... Cuando disponga. ¿Ahora?... ¿Ya? —añadió siguiendo sin permitir que el médico interviniese siquiera por primera vez.
Fontenla asistió a la escena con rostro ambiguo. Tan incrédulo de lo que pasaba delante de sus ojos que ni acertaba a mostrar intranquilidad. De cuando en cuando rascaba la sien como si quisiese ordenar que pensamientos traer a la frente y cuales otros devolver a la nuca. La actuación del párroco le había cogido tan de sorpresa que lo había descolocado completamente y así siguió por un buen rato, justamente hasta que un crujido metálico lo devolvió a la realidad y le advirtió de que la cabeza empezaba a descolgarle al enfermo más que lo aconsejable, y tal vez por si aquel “más que lo aconsejable” fuera grave, quiso zanjar la visita lo antes posible apiadándose de él.
— Hombre, si la cuestión esta no va a ir rápido, sería mejor irse, ¿no? —propuso el cura a quemarropa.
Al médico se le agigantaron los ojos al tiempo que se le trastabillaron todos los huesos aún antes de que el cura acabase su frase.
La siguiente frase ni fue de él ni fue del sacerdote.
— ¡Váyase al infierno! ¡Los dos! ¡Váyanse los dos! ¡Qué lejos les va a quedar el cielo! Y no se preocupen en volver. ¡Ni en mí! Con suerte reciba yo noticias suyas antes de que les lleguen mías —les vociferó.
— ¡Buitres! ¡Cuervos! —terminó por espetarles la mujer del paciente, azuzándoles bajo el quicio de la puerta con toda la violencia que fue quien de reunir.
Ese era Don Jesús.
A partir de entonces no hubo noticias de que ni la anciana ni su enfermo marido hubieran vuelto a precisar de los servicios del doctor. Es más, parecían haber intercambiado con el clérigo su salud. Así, cada vez que se cruzaban con él, les parecía verlo más propenso a achaques, más endeble, más frágil, más más, más todo por lo que cada día se regocijaban más en los saludos.
La exasperación del matrimonio llego a tal punto que la mujer, que había sido educada bajo los preceptos de «primero la familia» y «segundo la normalidad» no tuvo reparo en hacerse incondicional de la misa de domingo. Alegó para ello haber descubierto tardíamente la fe que le había faltado hasta entonces, y por supuesto, en previsión, preparó un argumentario acorde a la ocasión: que si algo tan especial era digno de compartir con el sacerdote, que si sería un sacrilegio no hacerle partícipe de su ferviente espiritualidad, que si… Incluso que había aprendido a dar la extremaunción en latín antiguo. Todo en previsión por si llegado el momento Don Jesús no tuviese a quien recurrir.
Tampoco era que históricamente el cura y la suerte se hubieran llevado demasiado bien. Muchos años atrás Sofía había rechazado una decena de veces su invitación de pasear cogidos de la mano, sumiéndolo en una derrota de la que sólo supo escabullir precintando su juventud y tomando formación seminarista. Sin embargo había pequeñas eventualidades que no tenían en cuenta los hábitos para asomar. Una de ellas, era el tiempo y precisamente eso, el tiempo, se cebó desmesuradamente con el cura. A cada año que dejaba atrás, más huesos le crujían. Los de las piernas a cada paso, los de los hombros a cada gesto… vistiendo cada movimiento de una melodía única. No era el mismo sonido el crujido de las caderas que el quejido de las rodillas. Por supuesto las misas de los meses más fríos podrían haberse celebrado en el Palco de Música. El tintineo del cuerpo al andar, el chasquido intermitente de cada hueso… ¡él solo era toda una orquesta!  
Así, un poco por sus desventuras, un poco por sus pequeñas interpretaciones y un mucho por su excelsa falta de mimo al hacer las cosas fue enhebrando la aguja de las tiranteces. Algo que, a buen seguro, a cualquier otro le hubiese generado incomodidad, a él no le dañaba en absoluto. Es más, ante lo que cualquier otro escondería la cabeza bajo un caparazón, si lo tuviera, él siquiera torcía el gesto. Aquel recelo daba la impresión que lo hacía hincharse incluso; le hacía protagonista. En uno de esos días, en que ya desde antes de sacar el pie de cama, había decidido serlo, se aprovechó del viento para su actuación más memorable.
Se aprovechó de que las ráfagas alcanzaron tal nivel que el estruendo de cada embestida tratando de calmar su fiereza contra la torre del campanario era mayúsculo. A la segunda sacudida, los feligreses empezaron a huir como de un incendio en llamas; la tercera zarandeó el catolicismo de los más abnegados que ya no dudaban tanto en si seguir confiando sus vidas a las tallas de santos que habitaban la iglesia o si al contrario, les convendría unirse a la estampida de los que ya había decidido huir.
Por supuesto optaron por la segunda. Huyeron.
Era menos arriesgado. La estampida abrió paso al bullicio, el bullicio al miedo y en medio del miedo el cura no tuvo mejor ocurrencia: no acortar su oratoria.
— De ninguna forma podemos irnos —dijo, sintiéndose casi divino; un escalón por debajo de Dios. A lo sumo dos. —dependemos del Señor.
Poco le importó que aquella gente lo desobedeciese, que vaciasen el templo en masa. Poco le importó que, una vez más, quedaran al descubierto sus virtudes inexistentes. Él seguía a sus cosas. Tanto que prestó más atención a los suspiros de alivio de las losetas del suelo que respiraban aligeradas del peso que las constreñían que al resto de nimiedades. Él siguió con su homilía. ¿Qué importancia podría tener que no hubiese oídos que la escuchasen?
Aún con todo, no se mostraba convencido. Le faltaba algo para terminar de encumbrarse. Al día siguiente, sin esperar a templar ánimos, anunció el comienzo de los trabajos de desescombro y reparación.
— Durarán exactamente lo que tengan que durar —informó en un alarde de concreción a quienes se le acercaron preguntando por una fecha aproximada de finalización.
Fiel a su terquedad desoyó al capataz de las obras, a los ofrecimientos de los curas vecinos de ceder sus templos mientras durase la reconstrucción y desatendió, en definitiva, cuantos consejos de cuantos se acercaron a ofrecérselos.
— Ahí, lo haremos ahí —dijo al capataz, señalando el sitio donde se había de construir una casita de madera provisional; tan provisional que únicamente debería respetar dos requisitos: el primero, ser lo mínimamente estable para no ceder con él dentro, ¿el segundo? Que debía estar terminada ya.
Obviamente la premura por finalizar las obras antes de haberlas empezado tuvo sus contratiempos. El primero, que hacerlo bien y hacerlo en plazo era directamente imposible; el segundo, todos los demás.
Igual si hubiese atendido a la cara teñida de blanco, como si acabara de encontrarse con un fantasma, del capataz en cuanto le hizo partícipe de su idea o si no hubiera creído irrelevante que todos los operarios torciesen el gesto a la vez nada más conocerla, habría estirado el plazo. Pero tener la virtud de prestar atención a tales pequeñeces, tener el don de apoyarse en quien sabe para hacer lo que no se sabe; eso era demasiado pedir a alguien como Don Jesús.
El exilio, dos semanas de exilio, trasladó los oficios al atrio exterior. Tres días a la intemperie aguantó el cura antes de comenzar a culpabilizar a Dios de desampararle en aquella eventualidad. Para estas pequeñeces sí que era su jefe. Acto seguido, pidió calma a los mismos que le pedían prisa a él.
Dos meses, tres, cuatro meses más tarde y Dios continuaba sin dar muestras de querer interceder. Cuatro meses más y las obras aún estaban a medio hacer. Cuatro meses a cada cual más largo, a cada cual más crítico, más impregnado de los quejidos exacerbados de los fieles cada vez más ateos.
— Padre, ¿cuándo volveremos a la iglesia? —era la entradilla de cada oficio.
— El día que Dios quiera —barruntaba él de respuesta, sin exceder explicaciones.
— ¡Meta a esta gente dentro, hombre! ¿No ve que está lloviendo? —dijo alguien, aprovechando la cercanía que ofrecía comulgar.
— Da igual lo que haga: Este no sube al cielo —le contestaba el siguiente de la fila al primero.
— Padre, ¡por Dios! —intentaba mediar una tercera voz.
— ¡No volveremos nunca! —decía otro.
— ¡Volveremos el día que Dios quiera!
Y vaya si tuvieron que esperar. Tres años les costó la cabezonería de Don Jesús. Las voluntades divinas son arbitrarias y llegan cuando llegan. Y esta llegó en forma de hielo; y ese día, con el jardín teñido de transparente, Don Jesús aceptó abrir de nuevo la iglesia.
Por lo demás era un cura como otro cualquiera exceptuando dos salvedades. Una, que le había tocado en suerte la catalogación del archivo parroquial, que sabiendo de su nula predisposición para hacer algo más de lo estrictamente necesario, le cayó encima como si una tonelada de granito lo sepultase. Por fortuna, había contado con la aportación del trabajo de Don Ignacio que había impulsado el archivo con la recopilación y catalogación desde cero, algo que no mereció el agradecimiento de Jesús, quien todo lo que hizo fue buscar la fórmula de delegar tal responsabilidad en terceros y así, de tercero a tercero, fue como le cayó en suerte a Fermín.
La segunda era más simple: carecía de todas las virtudes que podían atribuírsele a un cura. De todas. Absolutamente de todas.
— ¿Cómo? ¿No quiere bautizarse? Tráigamelo —dijo un día.
La conversación había tenido lugar en la iglesia, sin siquiera hacer pasar a su interlocutora al despacho donde guardaba los hábitos, mucho más pequeño, pero también, mucho más íntimo. El cura movía la cabeza de un lado a otro en un gesto de incredulidad absoluta. Emilia, la mujer de Román, trataba de explicarle al cura que su marido, sesenta años, con tres cuartos de vida casi andada, aún no se había bautizado por su miedo a ahogarse en las hondas pilas bautismales.
— ¡Tráigamelo, Tráigamelo! ¿Dónde está? ¿Está fuera?
— ¿Román?
— No. Román no. El coronel Olmedo. ¡Claro que Román! ¿De quién estamos hablando, entonces?
— ¿De Román, no? Román, mi marido, ¿no?
— Pues eso. ¿Está fuera?
— ¿Quién Román? Sí, sí.
El cura había alcanzado casi el límite de toda la paciencia que tenía destinada a los siguientes cuatro meses.
   — Pues vamos —dijo.
Ya por entonces, sus constantes alaridos habían devuelto varias decenas de oídos curiosos a los bancos de la iglesia.
La primera en salir fue Emilia y tras ella, él. Caminaban como caballos en estampida; decididos, sin flaquezas. En menos de una decena de pasos llegaron a Román que ni de lejos sospechaba nada.
— Vamos —dijo Emilia.
El cura, sin más, hizo ondear el hisopo sobre su cabeza.
— ¡Cuidado que lo ahoga! —dijo uno.
— ¿Respira? —preguntó otro en medio de carcajadas.
— Venga, a partir de ahora, ya cuando usted quiera, ya puede… ¿me entiende Román? —le dijo Jesús a modo de felicitación.
Ese personaje también era Don Jesús.
Lorenzo no lo había llegado a conocer. La iglesia le quedaba demasiado a desmano, aunque desde su banco de alameda se viese el campanario. — ¿Qué profesión más extraña albergaban aquellos hombres de luto permanente que por más bautizos que celebrasen, por más casamientos que uniesen y por más cadáveres que sepultasen, nunca oficiarían los suyos? Ni su bautismo, ni su boda, ni tampoco su muerte.
Resultaba extraño. Para Lorenzo y para cualquiera.


















V

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda.
         Extrañamente Fermín despertó al día siguiente más temprano de lo habitual, sin otro trabajo que el de zambullir una y otra vez la cuchara en el cuenco de pan desmigado en leche que desayunaba: tic, tic, tic. Era un ruido apagado pero aún así el silencio lo era más. Quizá esa fuera la razón por la que golpeaba en él como lo harían quinientos jovenzuelos imberbes saltando a la vez en un patio de escuela.
         Era sabedor que en el desierto no hay espacio para esconder demasiados obstáculos, así que no tardó en renunciar a su intento infructuoso de conseguir tiempo del tiempo a base de exasperarlo, a base de deambular de habitación en habitación y salió hacía el parque mucho antes de la hora que había previsto. Bajó de cien en cien los escalones del caserón y apuró las calles vacías de la misma manera que lo había hecho tras Inés entre los campos de trigo.
         Inés…
         Fue la primera vez que frunció los labios aquel día. La primera, que no la única. Le seguiría alguna más aunque obviamente, eso todavía lo desconocía. En un primer vistazo no le parecía estar en el lugar de siempre por más que el banco guardara su posición. Estaban los árboles, estaba el banco, estaba su habitante harapiento… pero algo hacía que Fermín tuviera la impresión de estar perdido. De estar perdido en la alameda de costumbre. Era martes. Tal vez jueves. Viernes ya no, porque los viernes sonaban diferentes. Sin embargo aquel día, fuera el que fuera, era distinto; la gente era distinta, el sonido era distinto, hasta el aire tenía otro sabor.
— Lorenzo, ¿qué día es? —preguntó. No fuera a ser que toda aquella irrealidad formase parte de un sueño y que él todavía estuviese en casa, todavía a catorce horas de distancia del banco del parque.
Desafortunadamente, no lo fue. Lorenzo dejó claro que también sabía fruncir los labios, aunque él lo hizo una única vez: aquella.
— Es lunes —contestó y la vida siguió igual. Ni a uno molestó que no fuera martes ni miércoles, ni al otro que tampoco fuese lunes; por no molestar, tampoco les molestó que fuera la segunda vez que repetían la misma conversación.
En verdad, poca diferencia había en qué día fuese ¿Qué importancia podía tener?  Habían aceptado compartir vino y banco de lunes a sábado.  
         Los domingos nunca entraron en el lote. Al menos no todos. Unos sí, otros no… Los domingos eran notas al margen. Bien uno cogía como descanso el que el otro no descansaba, bien el otro cambiaba el descanso para el domingo equivocado o lo aprovechaba para poner al día algún archivo parroquial.
— ¿Qué es esto? ¿Y el cartón? —le había protestado Lorenzo el primer día que lo vio asomar con una botella de vino bajo el brazo. Y lo hizo antes de saber que muy de cuando en cuando, algún cura tenía a bien regalarle a Fermín una botella de vino en compensación por su trabajo en los archivos. Y lo hizo, además, sin ni siquiera darle una oportunidad al vino.
— ¿Quieres dejar de ser tan ogro y probar? —le había contestado a su vez Fermín que sabía muy de buena tinta que no había ni un solo cura que bebiese vino rancio y, por supuesto, mucho menos de ninguno que bebiese vino rancio encartonado.
Esa fue la segunda vez que frunció los labios.
— Lorenzo, en cuanto yo falte ¡Dios no quiera que sea pronto!… —lanzó el dardo Fermín. Por algún motivo Intentaba dar un giro completo al tema de conversación.
— A ver, ¿qué es ahora?, hoy me estás dando el día Fermíncito…
El hombre llevaba días dándole vueltas a la cabeza midiendo qué consecuencias le podía suponer compartir su epitafio con Lorenzo. ¿Qué podía suceder? Aquel banco carcomido era un diminuto islote perdido en la inmensidad del mar, tan diminuto y tan perdido que no sabía quién podría tener intención de acercarse a él. No le dio más vueltas. Hizo que rebuscaba algo en su bolsillo y como si no lo tuviese todo medido y vuelto a medir, como si fuese un acto espontáneo, sacó la cuartilla escrita y se la tendió a Lorenzo tras una pausa que usó a modo de introducción.
Por descontado Lorenzo cogió el papel. Fermín se lo había puesto tan extremadamente cerca de la nariz que era imposible no hacerlo. Eso sí, cogió solo el papel. A la botella de vino no le dedicó ni una furtiva mirada de reojo. Tenía ya el paladar hecho al sabor rancio del vino enlatado y ningún otro le sabía igual, por muy arzobispal que fuese, por mucho monaguillo de cura se lo ofreciese.
La mueca que se apoderó del rostro de Fermín fue lo suficientemente expresiva, tanto que le sobró acompañar su extrañeza con palabras. Así, por esa vez y a modo de excepción, se ahorró fruncir los labios.
— ¿Y esto es más importante que el vino? —dijo entre dos suspiros inspirados al tiempo que sostenía la cuartilla de Fermín, utilizando para ello nada más que los dedos imprescindibles. Otra vez carecía de relevancia que entre el papel y sus manos, lo menos sucio fuese el papel inmaculado que le tendía Fermín.
«Después de descorazonarme las grietas…» como primera frase hizo que levantase la vista hasta encontrar los ojos de Fermín frente a los suyos. Quería preguntarle si era necesario leer el papel integro, pero, casualmente, Fermín no parecía por la labor de responder, lo que Lorenzo entendió como un sí, un sí rotundo.

«Después de descorazonarme las grietas…»

Aquello adelantaba tristeza y era sabido que la tristeza había que enjuagarla con vino, así que hasta sorbió un par de tragos del vino embotellado. ¡Qué otra cosa podía hacer!
No ayudó que las líneas siguientes no flaquearan en tristeza ni que las demás no desmerecieran a las primeras. Tampoco ayudó releerlo hasta en cuatro ocasiones: la segunda quedó invalidada al estar aún convaleciente de la primera lectura y la tercera resultó estéril, sin saber bien a santo de qué.
— ¿No habría sido más sencillo no poner nada? De todos modos ¿para qué? —fue todo lo que dijo al acabar la cuarta lectura, inconsciente hasta de haberle ahorrado unos cuantos años de enclaustramiento al papelito que tenía entre manos.
— ¡Hombre, Lorenzo! Así pareceríamos uno más y, para eso, ya nacen los políticos fracasados —le replicó Fermín que daba la impresión de tener más que ensayada aquella respuesta.
Lorenzo no añadió una coma. Estaba totalmente de acuerdo con la afirmación que acababa de escuchar.  

— ¿Es lunes hoy?
— Sí, lunes otra vez.

Después los dos hombres callaron.
Después el eco también se hizo silencio.

Fue en ese momento cuando Fermín tuvo la sensación de haber desperdiciado su vino a cambio de nada, si cabe solo a cambio de heredar cierta fobia a los lunes, a los martes, o al día que fuese aquel día y, con ese runrún ahondándole entre pecho y espalda deshizo sus pasos. Le acompañó el olor a lluvia que llevaba cosido a la suela de los zapatos que se mezcló con el de la sopa de pan desmigado y eneldo en cuanto abrió la puerta del caserón. Había hecho el camino de regreso sin la prisa del viaje de ida.
Ya no tenía prisa. Los resquicios de la última que le quedaba los había dejado olvidados en los campos de trigo por los que corría tras Inés.
Inés…
Era noche y una lámpara de gas descolgaba desde el techo sobre el epicentro de la mesa. Fermín también se había reservado un hueco para sus caprichos y la lámpara era uno de ellos; la había rescatado de entre las rocas donde soportaba los embistes de las mareas. No era muy útil, tampoco era nada extremadamente especial; pero de eso mismo era de lo que vivían los caprichos. No necesitaban de nada para serlo. Su estructura era demasiado cerrada y no dejaba filtrar apenas luz, y la que sí conseguía filtrar era insuficiente para ejercer de lámpara. Así, que la lámpara no sirviera de lámpara era lo que menos importaba; los claroscuros que vertía en el salón y la rusticidad de sus formas la habían salvado de envejecer en medio de las rocas.
Otro capricho fue el de atestar una escalera de caracol entre dos sillones de descanso y desafiar el peso de cada estante con cuántos libros cupiesen en él. A diferente altura, aprovechando los huecos que dejaban los descosidos en las paredes muertas, a fin de desapelmazar la inagotable librería del resto de estancias.  
De recién llegado le había costado acostumbrarse a que las sillas de madera chirriasen amargamente cada vez que quería sentarse, a que el silbido de la plancha de hierro sonase a casa ocupada; le costó bastante más hacerlo a la soledad de la copa de vino sin otra con la que brindar, al revuelto de ruidos que cobraban vida del aire que entraba del exterior, que se aprovechaba de la vejez de una puerta incapaz de casar el cierre. Esa clase de ruidos que solo asoman de los silencios: el crujido de la hojarasca, los pájaros que zigzagueaban los árboles… Así, no era tan de extrañar que los pasos de Fermín resonasen en el caserón igual que los recreos de escuela.
Después, con el tiempo, todo tendió a compensarse y salvo alguna discusión puntual entre él, el silencio y el perchero de la entrada, no encontró mayor problema.
En la planta baja había decidido conservar intacta la distribución de lo que en algún momento había sido la caballeriza, que a su vez conservaba en perfecto estado el empedrado original del suelo. Era un espacio diáfano, tan escaso de ornamentaciones innecesarias como repleto de arcos ojivales en los que apoyar la estructura. Una puerta zurcía el jardín exterior a la caballeriza. Nada más abrirla, del otro lado, tocándose entre sí, acariciándose, unos pasos de madera jubilados abrazaban la escalera de caracol que comunicaba aquella planta con las superiores. Llegando a la intermedia, un pasillo central servía de distribuidor y anunciaba que allí se había instalado la vida; la cocina, la luz y el resto de habitaciones; aunque en verdad, todo excepto la cocina, era la sala de lectura. Sobre sus cabezas aún tenían un piso más, sin otro uso definido que el de aliviar espacio a los dos inferiores. Al fondo, otra puerta de cartón grueso y cortina, se abría a la terraza, tan amplia que únicamente cabía un sillón, aunque Fermín sabía que lo realmente importante de una terraza no son los huecos, sino los alivios, y en eso, aquel espacio reducido respondía sobradamente.
En aquel sillón cabían el eco de los silencios de las noches agradables, las sacudidas metálicas de las tormentas de las noches desagradables, el olor a óxido de las viejas vías de ferrocarril y los teatrillos de sombras chinescas que reflejaba el túnel ferroviario en el jardín iluminado, así que, teniendo sitio para todo aquello, lo que menos importaba era que hubiese o no espacio para un segundo sillón.
Al abrir la tapa de la tartera que tenía al fuego, el vapor indicó hora de comer. Probó una cucharadita por si necesitaba más sal pero la cazuela de puntas de espárragos con chorizo y huevos estaba en su punto y, mientras que el sudor del chorizo recubrió el ambiente, frunció los labios por última vez en el día. Inés...
Qué lejos quedaban los campos de trigo, qué lejos el cielo cuando todavía se conservaba azul, cuando no era del gris plomizo de ahora y qué lejos había quedado Inés. Sin embargo, más lejos aún que todo aquello le resultaba acostumbrarse a su viudez. No se le ocurría de qué forma asimilar que una noche había dormido casado y despertado viudo no muy lejos de los campos de trigo.
Nunca fue quien de lograrlo completamente; esos duelos no se olvidan, por más que, a veces, incluso Inés dejaba de ser aquella muchacha que corría delante de él en los campos de trigo y se convertía tan solo en protagonista de algún que otro libro que le llegaba a las manos. 

Inés…

Después, tiempo después llegaría el parque, el banco, el — Perdone, ¿sabe qué hora es? —, el olor a vino rancio y finalmente, Lorenzo.