III crema



XI

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda.          
Cuando los mayos se comieron a marzos y abriles, y los junios y julios se deshicieron como barcos de papel en medio del océano, el calendario se detuvo en cinco de agosto. Era un mes diferente al resto. Siempre lo había sido. Era mes de templar los “y sis”. Y si no hubiera llovido suficiente durante el año; y si a mediados de mes volviese a llover como si fuese noviembre, y si la lluvia abriese la ventana a la melancolía, y si las caricias que calman la melancolía aprovecharan la ventana abierta, y si no hubiese sitio para melancolías en los agostos secos, y si a mediados de mes volviese a llover como si fuese noviembre, y si…
Agosto hacía que se aligeraran las ropas de abrigo, que se desencorsetara la piel, que se suavizasen los reproches… hacía que los atardeceres se igualasen. No bastaba. A su pesar ni por más ventajas que le buscase, ni con ellas. Nunca había sido el mes preferido de Lorenzo. Le penalizaba dos desventajas irrecuperables: el modo en el que las noticias malas infectaban las buenas y que el calor agriaba con mayor facilidad los frágiles cartones de vino. Y tanto una como otra, eran razones de peso.
Aún así y aún más a su pesar, la sucesión de y si… se completó y, por esas extrañas casualidades, el interruptor de la luz en apagado, la melancolía… Se hicieron necesarias las caricias susurradas, las mismas que hicieron a Carmen mudarse a la vida de Joaquín.
Como si no hubiese más meses en el calendario, algunos agostos más tarde, ya con la mudanza sobradamente amortizada, el azar escogió de entre todos los días de agosto otro que también llovía, que llovía como si a alguien se le hubiese pasado cerrar los grifos del cielo, para que Joaquín abrazase los huesos entumecidos de Carmen. Lo que nació como abrazó creció como caricia para hacerse beso que se volvió caricia antes de volver a ser beso, y así, tal como había hecho anteriormente Joaquín con la maleta que luego fue almohada sin dejar de ser maleta, en esa adivinanza en la que los noes significan sí y los síes son también, entre abrazos, besos, caricias y más besos, tanto se envolvieron, tanto se enroscaron que perdieron la frontera dónde acababa él y dónde empezaba ella. Eran felices. Eran otros tiempos. Eran días de descubrirse arañazos y de organizar exploraciones por pliegues de la piel que no sabían ni que existían. Otros tiempos.

«Beso por beso, todo por nada» era su propia ley de Talión por la que se regían.

Eran otros días.

Tanta gana y tanto esmero pusieron que cuando la agenda desgastó las anotaciones de trámites pendientes, Carmen dio a luz en la habitación más fresca de la casa a un niño que no guardaba parecido con ninguno de ellos. Olía a manzana, melocotón y melancolía porque a manzana y a melocotón olía el jardín y a melancolía, la ventana. Era un aroma tenue, suave, así que Carmen no puso reparos en que la ventana quedase entreabierta. Todavía menos reparos puso Lorenzo.
Ya queda sobradamente dicho que eran días de ser felices.
— ¡Aguanta!
— Sigue
— ¡Sigue!
— ¡Para!
— Sigue ¡Ahora!
— ¡Para!
— ¿Por qué paras?
— ¿Todavía no?
— Sigue
— ¡Sigue!
— ¿Ahora?
— ¿Sí?
— ¿Tampoco?
— ¿Sí?
— ¿Ahora?

Así nació Lorenzo. Veintiséis de mayo fue el día que nació y aquel día, su primer día de vida duró diecisiete años en los que, al cobijo protector de Carmen y de Joaquín, no tuvo tiempo de conocer el frío, ni el miedo, ni las preocupaciones ni cualquier otro escollo que pudiera lastimarle su inmaculada piel. Al segundo día empezó a morir.
A Lorenzo no le sorprendió tanto verse tan rodeado de desconocidos como que quien lo rodeara fuera una cuadrilla con su capataz de obra y sus diez operarios incluidos. A Joaquín, en cambio, le sorprendió más esa rutina innata de quererse perpetuar de recién nacido en un lugar tan recién estrenado que era absolutamente desconocido.
— ¡Hay que ver; lo que somos y en qué nos acabamos convirtiendo! —siempre decía alguien girando la vista intermitentemente entre el recién nacido y el asistente más decrépito. Tantas veces hiciese falta antes de que se cumpliese uno de dos objetivos: o el enfado del uno o la risotada de todos menos uno. Lo que tuviese a bien suceder primero. Después, como quien sabe que tiene que anteponer un pie al otro al caminar, se devolvía la vida a la inercia, sin que a nadie pareciese interesar el boquete abierto en el alma del anciano decrepito.
Era un ejercicio de aprendizaje largo. Lorenzo acababa de morir cuando lo hizo de nuevo —por quinta vez ya— el día que a Leonor se le metió entre ceja y ceja que se le hacía demasiado cuesta arriba la espera del atajo deseado. En la sexta aprendió que de nada servía enrejar tristezas, aprendió que la rutina no tiene las mismas puertas de salida como de entrada, aprendió, además, que entremedias de unas y otras nunca ocurre nada.
El día siguiente al siguiente Lorenzo cumplió cincuenta años habiendo conseguido no morir más que una docena de veces. Tres muertes habían sido de adolescente y aunque contaban en la docena, no eran igual de transcendentes que las demás. Ahí se muere cada día y por todo y nada al tiempo. Ahí, incluso puede llegar a morirse varias veces al tiempo. Se muere de amor, de desamor, de capricho, de impaciencia, de enfado… Tres veces, tres muertes con tres nombres de mujer diferente.
La cuarta vez le valió un encontronazo. Le valió para darse cuenta de que mientras él caducaba vidas, el único trabajo que se había tomado el mundo era el cambiar el nombre a los algos y a los alguien. Todo lo demás era prácticamente lo que había encontrado al nacer; a excepción de la cuadrilla de operarios.
Superada la quinta, las demás fueron llegando como las arrugas.

— ¿Cuántas llevas ya?

Jamás le habían hecho la pregunta. Y, en verdad, no haber tenido que contestarla, le había ahorrado, cuanto menos, un serio compromiso y un vuelco en el alma.
Habían sido tantas, ¡y las que quedaban!, que las tenía de cualquier clase: las accidentales, las por voluntad propia, en las que había arrastrado a cualquiera con él, las que nada le incumbían y que hacía suyas solo porque las desesperanzas compartidas huelen menos a desesperanza… Jamás había sabido discernir cuales entrarían en la cuenta y cuales quedarían fuera. Todas habían sido diferentes.

La séptima contaba en renglones aparte. .

«Lunes» (doble subrayado) Hoy es lunes. Lunes de invierno. Siempre es lunes. Siempre es invierno. Lunes, séptima vez.

No pasaba lo mismo cuando había más días en la semana, cuando el vino tenía el sabor del vino. Era otro tiempo; un tiempo que había quedado olvidado en algún cajón del pasado. El de ahora vestía más de suspiros rancios, de ir zurciendo un día con el siguiente.
A los cincuenta, y no habiendo muerto más que una docena de veces, los bancos de la alameda se parecen demasiado a los bancos de confesión en ocho de cada doce meses.
Lo que Fermín escuchó de boca de Lorenzo aquella tarde de agosto en el tercero de los siete bancos le cerró el apetito y le abrió un socavón en las entrañas. A la vez.
¿Cómo contar aquello de que llevaba ya siete muertes encima?, ¿cómo contarlo para que, además, se lo entendieran?
Fermín siempre había sido más de interpretar silencios en los escritos por más que ninguno explicara de qué forma besar, ni que primeras oportunidades dan una segunda, ni que cuales otras mueren antes de morir incluso la primera. Por el contrario, era experto en lo de buscar promesas escondidas en los precipicios de entre una letra y la siguiente, en interpretar lo que se dice, si se dice queriendo decir lo que se dice o si se dice queriendo decir justamente lo contrario.
Lorenzo, en cambio, era más de interpretar miradas cóncavas, de calibrar el sufrimiento exhausto de las piernas hechas al peso muerto del desuso. En esas disciplinas era diplomado, pero en lo que realidad destacaba era en soledad, especialmente en aquella que asoma el día después de haber resucitado por cuarta vez en la misma vida.

He vivido tantos años, he dormido en tantos sitios que creo acercarme demasiado y demasiado pronto a mi última habitación; la primera forrada en madera; ¿para? He ido en tren de un aquí hasta un allí y he estado pegado al cristal, con la ventanilla entreabierta para que el aire me despertara golpeándome la cara; ¿para? Traspasé muchas vidas, muchos campos de labranza, atravesé piedras vestidas con cruces de la misma piedra que solo servían para refundar tristezas aún después de dejar de ser tristes y alguna que otra arena de playa que aprovechaba los taludes de hierro de los raíles para morir y que pisé por ¿y para qué? 
Por otro lado, quisiera confesarte Nada debería ser eterno. ¿Cuándo vendrán con aviso estas cosas? Con todo lo que puede devolverse después de estrenado y que no haya forma de devolver los días que uno no quisiera vivir.

Bueno, en realidad Fermín no escuchó nada en boca de Lorenzo, sino que este le sorprendió sacando un cuaderno del morral. El marca páginas indicaba qué leer.
— ¿Y esto?
— Lee.
Y Fermín leyó. 
Supo varias cosas tras llevar su lectura al punto y final. La primera, la que más rápido entendió, que en aquel escrito había mucho de autobiografía de Lorenzo; la segunda, tan cerca de la primera que podía considerarse parte de ella, que rondando los sesenta, los bancos de la alameda envejecen de forma más que envidiable, que rondando los sesenta la soledad flirtea con cada poro de la piel. La, siguiente, la tercera en orden, que a esas alturas, los bancos de la alameda crecen con la habilidad de abofetear verdades.
Fermín sabía que había cosas puntuales que era mejor contar únicamente en papeles vacíos. Desde siempre las hojas habían sido mejores confesores que los curas. Infinitamente mejores. Se empapaban de secretos que callaban sin rechistar, que nunca aireaban; algo que era muy de agradecer por no ser muy habitual en los curas resabidos, sobre todo en los muy dados a aliviar malas conciencias ajenas en público.

— Aquello bien pudiera parecerse al amor —pensó en alto Fermín, creyendo que Lorenzo no le escuchaba.




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XII

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda.          
Rondando los sesenta era difícil ya que uno ocupase una línea en algún diario. Rondando los sesenta lo único que cabía era adelantar las sopas recalentadas y retrasar las urgencias. ¡Qué tremenda mentira era la vida si las cosas que no tienen vida viven más tiempo que las que sí la tienen! ¡Qué cruel castigo era la eternidad para quien nunca podrá contar nada de la suya!
         Ejemplo de quienes vivían sus vidas cuadriculados, como si dispusieran de otras diez, además de la que malgastaban sin preocuparse de ello, era Mariela.
Ella nunca había sido de estrenar maletas sin antes estrenar vidas. Era más de misa de doce de tercer domingo de mes. Lo suyo sí era repetir la rutina repetida; saber qué le aguardaba en los cien pasos siguientes cuando no había dado siquiera el primero. Era de no ser practicante. Nadie lo era yendo una vez al mes a misa.
Por más domingos diferentes que hubiese, fotocopiar la rutina hasta la extenuación convertía a todos en el mismo. Sin resquicios para imprevistos. Sin butrones para casualidades. Esa misma rutina, consolidada a base de repetir y repetir la misma torpeza, ya formaba parte de Mariela. Se había dejado engullir. Cibrán no.
Él, antes de encontrar su resquicio agujereado en el laberinto tapiado para asaltar la vida de Mariela, regentaba una barbería a las afueras del pueblo.
La única por más que hubiera otras. Un espacio angosto, de tamaño entre reducido y diminuto, entre estrecho y comprimido; entre sobrio y ceñido. Un recinto de algún tiempo pasado que no era ni rectangular ni cuadrado, con un solitario sillón de trabajo y un banco corrido en el que envejecer esperando turno.
No disponía de ventanas, ya que acceder a ellas supondría una considerable merma en el espacio, sobremanera en las tardes de verano, en las que necesariamente tendrían que estar abiertas para refrescar el caluroso ambiente; y eso para Cibrán era inaceptable. Demasiada concesión.
Por lo demás, era un hombre tirando a normal, tampoco ejemplo de nada, aunque uno, más bien, es como lo dejan ser y no tanto como quiere.
Por supuesto el día que se encontraron no fue distinto a ningún otro domingo anterior. ¿Cómo serlo?
El hombre, tan enjuto como su barbería, despertó en Mariela un aluvión de incertidumbres más menos ciertas. Le causaba extrañeza el personaje en sí. Principalmente verlo a la finalización de los oficios. Siempre. Ni una vez lo había visto ni en el antes ni en el durante. No importaba si fuesen bautizos, matrimonios o funerales. Siempre a la salida; y eso llamaba la atención. La suya y la de cualquiera.
Algún tiempo antes a aquel domingo en que se encontraron Mariela quiso confundirlo con el protagonista del libro que leía cada noche para atraer al sueño:
«Un hombre [...] que caminaba escondido detrás de un excelso ramo de rosas rojas. Galán atendiendo a su ropaje. De domingo atendiendo al eco de su sonrisa [...]»
Era como lo describía el autor y como lo quería ver la muchacha.
En realidad extrañaba por ser un hombre elegante. No muy distante de la edad de Mariela. O cuanto menos eso asemejaba. Extrañaba también por reunir en torno a sí, todo un regimiento de tropiezos en los que escudriñar; tropiezos que aunque invisibles, no dejan de ser tropiezos. De inmaculados oscuros con sus correspondientes corbatas a juego que lucía los domingos de iglesia, sin importar fuera invierno o verano; estas últimas, obviamente, menos gruesas. Tantísima elegancia despertaba un misterioso reparo en Mariela que jugaba a resquebrajar miradas con el hombre, miradas que solo existían de mes en mes.
En medio se distanciaban. En medio cabían veintitantos días de tregua. No porque ella la buscase ni porque él la propusiese. Simplemente porque de no ser tercer domingo de mes jamás coincidían. Él estaría a sus quehaceres en la barbería; ella a sus quehaceres sin barbería.
Mariela había gastado unas cuantas misas de domingo para saber que Cibrán era barbero. Alguna menos de las que había necesitado para conocerle el nombre. Una y otra cosa la había conocido del modo en que se conocen las novedades en los pueblos: poniendo el oído en las conversaciones de los corrillos.
Cibrán, al igual que Mariela, al igual que Joaquín, tampoco encajaba en el paisaje de misa de domingo. En parte por su falta de experiencia de cómo manejarse en aquellos sitios, en parte porque un tercer domingo al mes era inconsistente para no sentirse perdido. Por más que buscaba, no encontraba qué otra pieza de puzle podía casar con la suya.
Había dos tipos de asistentes a las misas de domingo y él no reunía los requisitos ni de un bando ni del otro. Ni los de los puntuales; los que de alguna forma estaban implícitos en el culto en cuestión, ni los de los asiduos. Tampoco era de los sempiternos; la mayoría mujeres; la mayoría viudas o como mínimo con edad de serlo, uniformadas con sus jerséis de hilo y sus faldas apagadas, nunca nunca por encima de la rodilla.
Quizá, precisamente por ello, porque ni el uno ni la otra encajaban en la escena, Mariela y Cibrán acabaron por encajar entre sí. Acabaron por aliarse para empequeñecerse tropiezos, para esquivar torpezas, para desatender rutinas consolidadas y para entrenar la forma de arrancarse sonrisas. Tan flexibles que doce sonrisas no completaban una docena; treinta sí.
Cada tercer domingo de mes ella se vestía de timidez preadolescente; esa timidez perenne capaz de atenazar las palabras. Él, cada tercer domingo de mes aparcaba el barbero de lunes a sábado en el fondo del armario.
Cada tercer domingo de mes él se despojaba de todas sus bridas y se despertaba creyéndose capaz de hacer que el mundo girase en la cuenca de su mano izquierda. Ella, sin embargo, se conformaba con no ahogarse en su propia timidez preadolescente.
Cada tercer domingo de mes, ella se vestía de timidez preadolescente, esa con la que, a veces, creía hacer girar al mundo en la cuenca de su mano izquierda. Él, en cambio, se conformaba con realquilarle el traje de barbero al armario.
— Hola —dijo ella en la siguiente visita como queriendo decir “estoy aquí”.
— Hola —dijo él queriendo decir “ya te he visto”.
— Hola —volvió a decir ella, esta vez a modo de saludo.
— Hola, ¿sí?—volvió a decir él, a modo de contestación.
— Hola —se repitió ella extrañada por el ramo de rosas que Cibrán llevaba entre las manos.
— Hola… no sé si podría preguntarle si…
— ¿Por las flores? —se anticipó Cibrán al tartamudeo nervioso de la mujer.
— Sí, ¿cómolohassabido? —preguntó Mariela utilizando una sola bocanada de aire, a fin de ahorrarse incluso la pausa necesaria para diferenciar las palabras.
— Bueno… alguna vez me lo han preguntado—dijo sumándose una sonrisa para él y otra para Mariela.
— Y, ¿tiene explicación? —inquirió ella.
— Sí, sí que la tiene. —Dijo con voz de no querer destilar ninguna, con una voz incapaz de arrancar sonrisas.
— Y, ¿se puede saber? —retomó ella la batalla.
— Esa es otra pregunta, pero… —frenó la respuesta al caer en la cuenta de que aquella que tenía pensada, iba a sonar a desmesura. No obstante, utilizó la pausa para suavizarla y si cabe, lastrarla de mayor relevancia.

—Sí, sí se puede —fue todo lo que dijo.

Sin más añadidos. Y esa frase, había necesitado, había surgido de una pausa.

— ¿Y? —se apresuró a preguntar ella. Quería evitar como fuese que se encallase la conversación.
— Pues si quiere le explico —dijo Cibrán con voz más pausada.
— Sólo si usted quiere…—apuró ella.
Le apuró pensando en lo fácil que resultan las conversaciones algunas veces. A la vez pensó lo contrario y a la vez, también, tuvo claro aquella conversación estaba durando mucho más de lo que en un principio (un minuto escaso atrás) le hubiera pronosticado.
— Si usted me lo pregunta… son para usted —le sorprendió Cibrán, sorprendiéndose a su vez a sí mismo.
Los mismos ciento cincuenta segundos de reloj que tardó Joaquín en subir a la mole del puerto, los mismos ciento cincuenta que Cibrán contó a mano, en voz baja, dedo tras dedo, tardó Mariela en recomponer el cuerpo del tambaleo generalizado que sufrió.
— ¿Para mí?
— ¿Dos?
— ¿De verdad?
En realidad la muchacha no dijo nada pero su cara, absolutamente cariacontecida, hacía pensar que, cuando menos, aquellas tres eran fijas entre el elenco de preguntas que le rondaban por la cabeza. En realidad, también, las rosas no eran para ella; acaso una, dos a lo sumo. Más ya no.
¿Dos? Acaso una, pero antes de que Mariela cerrase siquiera la primera de sus interrogaciones, Cibrán entendió que mejor aquello que resquebrajar a la muchacha toda la historia de por qué cada tercer domingo de mes tocaba desvestir el jarrón marrón de rosas viejas y vestirlo con otras nuevas.
Era demasiado temprano. Demasiado temprano para explicarle que cada tercer domingo de mes su madre cumplía años. Más temprano todavía para que comprendiese que era en el alfeizar de su cuarto, en el ático de una mole granítica de tres alturas, en donde se celebraban los cumpleaños. Un hueco tan diminuto que no tenía espacio para más que un quinqué y un jarrón con el tamaño justo para acoger sus nueve rosas. Ni una más. De ninguna otra forma se leería la placa cincelada en el panteón familiar.
Cibrán no era de airear ese tipo de confesiones. Se sentía más cómodo confiándoselas al tiempo.
— Gracias —fue todo lo que atinó a decir Mariela.
   Quizás Cibrán hubiera merecido un beso. Quizás un renglón de alguna agenda, pero fueron tan sorpresa que no supo que añadir a su escueto gracias.
También era demasiado temprano para haberle hablado de su paso por el seminario.
Hay días en los que aún con la cara a medio lavar y la cabeza sin sacar de la pileta uno sabe que justamente ese día conviene darse un par de enjuagues de más; uno intuye que algo va a discurrir de forma distinta, y sin saber porqué, ese día uno se lava la cara hasta perder la cuenta de las veces en que lo ha hecho. Quizá porque el primer domingo de un abril que parecía agosto fuese uno de esos días o quizá, simplemente, porque antes de un sí siempre cabe un no, Cibrán decidió cubrirse el alzacuello veinte minutos antes de cruzar, por primera vez, su vida con la de Mariela.
Ni lo uno ni lo otro había sido premeditado, pero a veces ocurre que cuando algo no se dice a la primera oportunidad, cuando la conversación bordea el tema, luego, con la irreal sensación de haber mentido, aún sin ser cierto, se sigue engordando la mentira hasta que explota.
En su caso, afortunadamente, no esperó mucho para que su alzacuello ahogase lo mismo que una corbata, para que la corbata apretara lo que una soga; para que la soga le descosiese el cuello lo mismo que una equivocación, para sufrir ese ahogo de la falta de fe tatuándosele entre el corazón y la piel.
— A ti te ocurre algo —le dijo un día Don Servando, alumno aventajado de Don Ignacio y cura por vocación —a diferencia de Don Jesús—, de los que llevan las gafas ancladas en la punta de nariz desafiando al equilibrio; de los que preferían parecerse más a un abuelo con galones que a un coronel de ejército. Don Servando sabía que un buen cura debe saber estar sin estar y Don Servando lo estaba.
Llevaba tanto tiempo en el oficio que no se le escaparon las marcas de estrangulamiento que dejaba el alzacuello en la piel de Cibrán. Era claro que no le ahogaba la tela sino que lo hacía la fe. Eran, además, tan evidentes que Don Servando no vio otro remedio que llamarlo a consulta. La conversación que vino después empezó de la forma en que nacen las conversaciones con los curas y los hijos.

— ¿Qué ocurre hijo?
— Pues…

Y debieron de ser tan convincentes los motivos que le expuso Cibrán a Don Servando o este a Cibrán que el cura no solo intuyó la renuncia cuando siquiera se había planteado, sino que también la bendijo. Después la conversación murió de la forma en que mueren las conversaciones con los curas y los padres.

— Adiós Padre.
— ¡Adiós hijo!

¿De quién habría sido la idea de llamarle Padre a un hombre que jamás podría serlo? ¿Qué sentido tiene el llamarle a alguien algo que nunca será? …
Si Cibrán también tuviese una libreta de “a media mitad” aquella reflexión ocuparía unas líneas.
Anotaría dos cosas más. Que a médicos y curas hay que intentar verlos una sola vez en la vida; al nacer y que esa visita, esa única vez, tampoco era una obligación.


XIII

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda.
         Cuando Don Jesús recibió la carta del Arzobispado la leyó de arriba abajo en todos los cultos que celebró en el día, en los del siguiente y en los de cuantos siguientes cupieron en las dos semanas próximas. Le comunicaban que habían aprobado su solicitud de traslado. Era un traslado a medias. Una media mudanza únicamente. No cambiaba de parroquia sino que le aprobaban la petición de usar la desahuciada casa rectoral tras enviudar esta de su último habitante.
         Esa misma noche, al acabar la última misa del día, invitó a ella a Fermín. Algunas veces, para sorpresa de feligreses y vecinos, todavía guardaba la capacidad de reservar gestos de gratitud; algunos con tanto descrédito que Fermín le hizo repetir la invitación tres veces antes de comenzar a creérsela y otras dos para terminar de hacerlo. Ya en la cuarta, después de rascarse los ojos hasta que le doliesen, —estaba despierto— empezó a creerlo. Más aún cuando Jesús le reconoció que, en verdad, era en gratitud por la vehemencia en su escrito.
         Aquello era lo mismo que decirle que sin su mediación no hubiera logrado el traslado, más sabiendo del acantilado que dividía a la curia arzobispal de los favores gratuitos.
         Solo ese gesto de reconocimiento le habría sobrado a Fermín. Al menos, así lo entendió. Conocía de cerca las artes del cura, y sabía de su fobia a cualquier palabra que sonase a agradecimiento.
         Así, primero valoró en positivo el acto del cura y después, y ya no por desconfianza o, al menos, ya no solo por desconfianza se tomó la libertad de trasladar la invitación a Lorenzo para que lo acompañase a modo de escolta, parapeto, escudo, armadura y demás defensas y protecciones conocidas.
A la hora establecida se encontraron entre olores de festivo, entre jazmines y anises y a favor de voluntad, este, no tardó más que el tiempo que necesitó para restregarse el puño de la manga a modo de servilleta para aceptar el ofrecimiento que traía consigo Fermín. Luego uno y otro desanduvieron el camino. Sin que nadie reparase en ellos. Habían terminado por acostumbrarse. Ir vestido de lunes un domingo crea atención; cubrirse de harapiento la repele.
Cinco siglos atrás, Lorenzo había aprendido que la gente ni siquiera cruza la mirada con los harapientos por temor a que, solo con eso, bastase para contagiarse de pobreza. Nadie parece tener mayor problema en compartir toses con tísicos o pasamanos con neumónicos, pero todos parecen huir más al pobre que a la muerte; y de todos esos, Lorenzo, conocía nombre y apellido.
Había terminado por reconocerlos a kilómetros de distancia, harto como estaba que hasta sus propias huellas huyesen de él. A eso también llevaba el uniforme cuadriculado de hombre harapiento; a que cuando uno se viste de pobre, aún sin serlo, hasta uno mismo termina haciéndose a que ni la sombra le acompañe.
Uno se hace tanto al traje que se vuelve tosco con las nimiedades, cansado de esquivar golpetazos, cansado de sobreponerse a muertes, cansado de no comprender en base a qué método se distinguen las pisadas para que las del harapiento no moleste en el mismo sitio más que una vez.

¿De qué forma distinguirá quien lo hace qué huella es de pobre y cuál no? Pues hay quien lo hace y si lo hace es porque se puede.

         En cuanto llamaron a la puerta de la Rectoral y Don Jesús abrió, las sorpresas se agolparon una tras otra. La primera, la del propio cura que no esperaba a Lorenzo, luego, la del suicidio del enjambre de cigalas, decididas a ahorrarse sufrimiento. En el altillo de un mueble de cocina, aguardaban pacientes turno de cocción. Pacientes hasta que descubrieron que el cocinero que les había tocado en suerte no era otro que el propio sacerdote.
         Por unanimidad, tomaron entonces la determinación de escapar. Alguna, apresurada por la cercanía de la cazuela, lo intentó a pesar de saberse ya con las patas anudadas.
         Fue en vano. Ninguna consiguió huir.
         — Parece que va a ser un día de sorpresas —se dijo Lorenzo para sí, aunque nadie pudiese escucharlo, aunque tampoco él se oyese.
Aunque pudiese parecer difícil, Fermín lo pasó peor que las cigalas. Sufrió una eternidad para poder abstraerse de esa pose memorizada que compartían todos los aprendices de letrado: pies cruzados, un codo sujetando el contrario y la cara encogida como si viviesen siempre con el sol de frente. Se había perdido en ese trámite de intentar fijar la vista en el mismo punto en el que lo hacía Lorenzo, por si del horizonte nacieran soluciones a cualquier problema que pudiera planteársele.
Huelga decir que jamás ni aprendices imberbes de letrado, ni Fermín, ni tampoco todos los demás Fermines contemporáneos lo habían conseguido por más empeño que pusieran.
En ese trámite de detective estaba cuando lo despertó un clac metálico igual al que exhalan los tornillos atrofiados al segundo después de conseguir liberarse del estrangulamiento de sus tuercas carcelarias.
— Hola —dijo Fermín, el primero en hablar.
— Hola —dijo también Lorenzo como si fuese eco de la voz de Fermín.
— ¿? —pareció decir el cura, al tiempo que hacía tres señales de la cruz consecutivas sobre su pecho, aunque los tres jurarían haber oído: “¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué?”
“¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué?” Podía ser, pero tampoco nadie quiso asegurarse preguntándolo. Una vez más quedaba claro que en demasiadas ocasiones era el propio silencio quien mejor sabe formular las mejores preguntas para cada momento.
Cuando finalizaron las presentaciones de rigor en el quicio de la puerta fue tiempo de pasar al salón. Jesús les invitó a hacerlo con un leve gesto y, más por casualidad que por deferencia con sus invitados, les cedió el paso y fue el último en entrar.
— He hecho capón; y por si acaso… —dijo el cura antes de un silencio que intentaba remendar el alargamiento innecesario que le había dado a su frase.
— A este le he cuidado, así que estará delicioso —enlazó después del silencio.
Don Jesús parecía actuar como si quisiese remendar la descortesía de toda una vida en una sola noche.
Fermín lo interpretó más como una serie de excusas con las que anticiparse de traspieses, curándose en porsiacasos.
Lorenzo, por su parte, lo único que tenía claro era que muy bien no había debido cuidar al capón, puesto que el pollo había acabado sus días en el horno.
Por mucho que ensalzase virtudes, las del pollo y las propias, por mucho que lo asase con la luz encendida, como protegiendo al capón de sus miedos a la oscuridad, por mucho que ensalzase virtudes, el capón estaba donde estaba.
Para opinar sobre el sabor, prefirieron esperar, aunque Fermín y Lorenzo pensaron lo mismo, nada más verlo aún en el interior del horno. O la cocina era demasiado grande o el capón en verduras no se había asado lo suficiente como para calentarla. Eso sí, las ventanas sí habían tenido tiempo de alimentarse del vaho del pollo, tanto que rezumaban gotas de apio marinado.
Afortunadamente no todo eran desventajas. Cuando Don Jesús se hincó de rodillas frente a una puerta de dos cerraduras y dio no menos de cuatro giros a cada una de las llaves antes de que la puerta cediese, lo comprendieron. Allí era donde escondía el vino bueno; el que maceraba su vejez en toneles de roble, el que únicamente reservaba para las visitas ilustres.
— ¡Para mimar el vino sí tiene cariño! —quisieron decir los dos al unísono, pero algo hizo que se contuviesen y no dijeron nada.
Por dos razones no lo hicieron. Una, igual sin importancia: ¿acaso los estaba considerando ilustres a ellos? ¿Realmente podían entenderlo así?… Los hombres se vieron extrañados. La otra razón por la que no lo dijeron fue más fundamental: tenían la cata pendiente. Tan, tan cerca que no iban a arriesgarla.
— ¿Y si…?
— No puede ser.
— Ya, pero y si…
— Que no. Que sigue siendo Jesús.
— Ya, eso sí, pero…
— Pues eso —zanjó Lorenzo la conversación que había nacido de la duda de la primera duda.
— Hay que tomarlo de recién servido —salió en su auxilio Jesús.
— De recién servido —les apuró una vez más.
En ese momento, Lorenzo y Fermín comprendieron que “de recién servido” quería decir “YA”. Incluso antes de que la primera gota que saliese de la botella tocase la copa. Incluso con el precinto todavía ahorcándole las ganas de beber.
— Sí. Sí. —dijeron.
Por supuesto Fermín tomó nota del vino. Realmente estaba bueno.
No tenía nada que ver con aquel otro que maltrataba Lorenzo entre paredes de cartón. La diferencia era tan grande que tuvo a bien añadir un par de líneas sobre ello a su diario de faltas de Dios. Su raquítico cuaderno de “a media mitad” había engordado hasta convertirse en una colección de seis tomos... de momento.
Si la invitación de por sí les había sorprendido, doblemente extraño les pareció la comida. Fermín y Lorenzo habían convenido adoptar un segundo plano que les era confortable y les permitía la opción de actuar únicamente a expensas de lo que hiciera en cada momento el sacerdote. Desafortunadamente no fue tan así.
Don Jesús, a su entender, ya había cumplido más que sobradamente con la mera invitación, por lo que aquello otro de ejercer de anfitrión y, además, fomentar conversaciones lo veía del todo excesivo. Es más, medio le roía la duda de poder haberse ahorrado el detalle del vino. 
— Un regalo innecesario —pensó.
Así, lo que no debiera de pasar de ser música de fondo de la comida lo invadió todo: el tintineo de los tenedores golpeando los platos de porcelana, el crepitar sonoro del capón deshuesándose en sus bocas, el balbuceo de los sorbos de vino arraigándose entre sus gargantas y de no ser por esos ruidos, serían por los silencios de los suspiros clavados en las paredes o los de los surcos de aire nivelándose en las copas ya vacías.

— Está bueno —interrumpió el silencio Fermín con un tono que dejaba claro que no solo era por cumplido.

— Sí —corroboró la afirmación Lorenzo. Él decidió usar un tono más neutro. Un sí breve que no obligaba a desatender el nuevo trozo de capón que tenía engarzado entre dos verduras.
Él, a diferencia de Fermín, ya tenía el paladar envejecido, habituado al sabor de la ropa guardada a perpetuidad, esa ropa que ya sólo sirve para almacenar baúles bajo la cama, esa que ha aprendido que jamás volverá a salir de allí; así que le dio igual si copa, si vaso, si cartón; inclusive le dio igual el color del vino.
Lo de después fue un dejarse ir como si no existieran preocupaciones; y ciertamente, de ser coherentes, pocas había. ¿Qué preocupación puede tener un cura?, ¿quién mejor que él para confiar su destino a la fe?
— ¿Otra copa Don Jesús?
— Claro. Como no.
Además, si hubiere preocupación, si un caso amenazara con enquistarse, Don Jesús manejaba dos frases talismán que usaba según le conviniese; es decir, la más acertada a cada momento.
— Usted debería de saber que Dios es tácito, coherente y por encima de todo, justo. Si es así, es porque Dios ha querido que así fuera —decía con tono lacónico. En su defecto, y ante el mismo planteamiento, podría usar la segunda. 
— Si lo que usted me cuenta es así. Es porque aún no ha llegado el asunto a manos de Dios —decía con un tono todavía más lacónico.
Ese podía ser un buen resumen de quien era Salvador Jesús Soliño, cura más por nombre que por vocación.

Por lo demás, la verdad es que todo estaba delicioso; el capón, la tarta de Santiago, hasta el aliño de jamón, ajos y apio que servía de abrigo al capón, o los licores que había rescatado para servir de acompañamiento para el postre. Por necesidad había ideado un sistema de diferenciar qué botella era cual: las de caña blanca tenían un eslabón de cadena atado al cordel que le colgaba del cuello, las de caña de hierbas, un par de bellotas unidas con una lazada simple; así reconocerlas era tan sencillo como hacerlas tintinear. Cada una tenía su sonido único. Así las diferenciaba; entre ellas y de las del vino que tenían un eco mucho más sordo, sin siquiera necesitar arrodillarse, algo que sus piernas habían empezado a agradecerle. Cada brebaje su sonido.
¡Qué magnífico maestro de ingeniería se había perdido en Don Jesús!
— ¿Otra copa Fermín?
— Claro. Como no.
— ¿Otra copa Lorenzo?
— Claro.
Las sillas en las que el cura había sentado a sus invitados no sangraban porque no tenían capacidad para ello, pero de poder, lo harían. Chirriaban, se vencían al lado. Se quejaban. Disfrutaban, al menos de todos menos uno, los achaques que regalan los años, de una artrosis perenne obsequio del tedio extremo. Eran más menos los mismos que padecieron cuando los culos que las presionaban contra el suelo amagaron con arrastrarlas para levantarse. Crujieron voz en grito, posiblemente por pánico a desvencijarse allí mismo; como si sufrieran de un dolor seco que las atravesara.

[…] rasgaron el suelo víctimas del miedo a caer en desuso, como los corazones que olvidaron amar, como los zafios que no quieren dejar de ser zafios y aún así el suelo les regala lágrimas que no merecen. Rasgaron el suelo pero no lloraron. No lloraron porque nunca habían llorado para engordar cicatrices en el alma. No lloraron porque las sillas no pueden llorar. ¿Acaso son esa maleta desahuciada a un altillo de armario? […]

Fermín hubiera definido así aquel dolor extremo de las sillas.

Obviamente se hizo necesario regar el trance con más vino.
— ¿Otra copa Don Jesús?
— Claro. Como no.
Por un momento Fermín pareció uno de esos magnetófonos que giran eternamente sin saber detenerse. Estaba tan perdido, tan sin saber que hacer como ellos. Tampoco se podía afirmar con rotundidad que por mucho tiempo que se pase con alguien, sí o sí, se acabe confraternizando con él, así que cuando el pueblo creció en torno a la iglesia, olvidando la decrépita casa rectoral a las afueras del pueblo, abandonada a su suerte, Fermín enfrío cuanto pudo su complicidad con el cura.
Obviamente el desahucio no era la mejor tarjeta de visita para la rectoral. Nunca podía ser así cuando la descripción de un lugar se reduce a decir que era obsoleto, no suele ser del todo alentador. El resto de la finca tampoco difería en exceso del desahucio del edificio principal: un terreno a doble altura que el tiempo se había empeñado en confundir. En la planta inferior se pudría un hórreo semiderruido junto a un galpón convertido en cochera, tan amplia que la llenaban una tartana en desuso y unos cuantos aperos de labranza. En la otra mitad se había reservado hueco para el corral de donde había salido el capón y en el que resistían una treintena de gallinas, un pato, tan huérfano de futuro como de pareja y un pavo común que había aprendido que el pavo delgado es el que sobrevive a las cenas de navidad.
La superior también se había visto sacudida por los rigores del abandono. Del vasto viñedo de parras de uva blanca no quedaba más que el acuartelamiento de cruces en las que habían apoyado su peso. Tal era de aspecto desgastado de aquel esqueleto de piedra que tenía más visos de cementerio al aire libre que de antiguo viñedo.
— Don Jesús, ¿otra copa?
— Como no.
Aquella hacía la tercera “última copa” que bebía cada uno. Después le siguieron más.












XIV

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda.
         « Era tan inhóspita y ceñida al hermetismo hospitalario que las toses de cada mañana resonaban en aquella habitación como si de un concierto de cámara se tratase. Una sinfonía perfecta de carraspeos y escupitajos, si cuadra enmudecidos, que asomaban cada mañana aún antes de que lo hiciese el sol. Como cada día, la mayor preocupación o quizá el único pasatiempo de él, al igual que el de cualquier otro inquilino, era arremolinarse frente al diminuto cristal, al que tan solo los cuidadores tenían la osadía de llamarle ventana para asistir desde primera fila de patio de butacas al desfile diario de las mortajas atravesando el jardín.
         A estas alturas, al fondo, en la esquina, sentado, con la mirada enlenteciendo el segundero que separa las tentativas de los harés de los hices consolidados, a puertas del postrero pasillo que separa los dos lados de la muerte, Sebastián, noventa y cinco años de vida; setenta sin familia, —apresuraba siempre a matizar— dudaba, ante la inmediatez de su cuarta muerte si estaba perdiendo tiempo de vida, o si por el contrario, estaba ganándole tiempo a la muerte. En la esquina. Al fondo. Muy al fondo; sin tan siquiera tomarse la molestia de hacer amigos; total a todos había de despedir entre el desfile de mortajas a través del opaco ventanuco.
         Aquella especie de besamanos lúgubre era algo a lo que nunca se había acostumbrado; algo que todavía tenía hueco en el cajón de los momentos a evitar. Así, después de uno de tantos desfiles, había tomado la decisión de no fomentar nuevas amistades; de no suplir con otras nuevas las amistades que iba perdiendo. Se había propuesto intimidad cuando le llegase turno de desfile.
            Zapatos tan recién cubiertos de betún que goteaban el exceso a cada paso, pantalón de estrena, plisado, elegante; camisa abotonada, doblez y cuarto cerrando cada puño. Hecho un pincel… Y el reloj en las doce en punto, esperando turno, inmóvil, áspero. Total, si es la misma vida a las tres que a las once… entonces, ¿para qué diferenciar un minuto de otro?, ¿para qué? Mañana volverá a ser hoy. Un hoy tan distinto del ayer, tan distinto del mañana que, de no ser por el nombre, ni se diferenciarían.
            Más al fondo, ajena a los noventa y ocho años que Sebastián sumó ayer; casi cuatro esperando turno; en su otra esquina, sentada, la viuda del viudo, igual de sentada, igual de apagada, igual de tranquila, igual de todo y de nada, igual de como si la misa no fuese con ella y por el contrario, quizá, la más equivocada, creyéndose en posesión de la verdad, por más que no exista una que no sea revocable»
            Que los párpados de Fermín aleteasen como si sus ojos hubiesen visto a Lord Byron caminar con una taza de café recién hecho por la habitación hasta sentarse frente a él, daba a entender la sacudida que aquello le había provocado. Las similitudes entre Sebastián y Lorenzo le parecieron tan evidentes… ¿y si lo realmente harapiento fuese el alrededor y no el personaje? ¿Y si por centrarse tanto en Lorenzo estuviese perdiendo de perspectiva lo verdaderamente importante?
            Así, por el mismo motivo que un regalo es un regalo y dos regalos es un regalo y una deuda contraída, por el mismo por el que un ¿y si? es una pregunta con la que se puede vivir y más de uno ya se hacen rompecabezas para tiempo indeterminado, Fermín trató de resolver sumas antes de verse comprometido ante enrevesados jeroglíficos aritméticos.
            Otra vez se veía corriendo. Otra vez como cuando estaba entre los campos de trigo. Sin embargo, de esta vez, no tocaba hacerlo tras Inés, sino que contra el tiempo.
            De entre el ramillete de soluciones que se le presentaban, optó por la que creyó que le acortaría mayor tiempo. Preguntar.
            Antes, hizo reposar el libro abierto sobre el sillón de leer. Página 104. Allí colocó la pluma de faisán que utilizaba a modo de marca de lectura. Luego, sí evaluó la idoneidad del momento, sabiendo de las altas posibilidades que tenía de encontrarse a Lorenzo ya en el parque, eligiese el momento que eligiese.
            Por casualidad escogió uno y no otro.
            Por casualidad, como suceden casi todas las cosas importantes en la vida — “Por casualidad”, aquella sentencia le había llevado a mil disputas, todas ganadas—. Si alguien le decía algo, lo que fuese; Fermín le contestaba:
— Eso pasa por casualidad. Si hasta el amor se encuentra por casualidad, no va a ser casual todo lo demás.
Y sí, en todas las ocasiones, sus interlocutores se paraban a pensar como habían conocido a sus amores y, en todas las ocasiones, se veían en la obligación de darle la razón. Unos antes, otros después pero todos lo hacían.
Por otra de esas casualidades encontró a Lorenzo disfrazado de gentilhombre. Chaqueta negra sobre camisa blanca, reluciente, recién planchada, doblez y cuarto cerrando cada puño, perfectamente abotonada, pantalón de lino, zapatos de señor —como le llamaban a los zapatos quienes no habían podido permitirse más que alpargatas de cáñamo— tan embetunadas que contagiaban su negruzco tinte a las hojas que ajardinaban el suelo. También el de bajo el banco de la alameda, el tercero de los siete. Inamovible. Esperando en su lugar por cuántas vidas quisiesen sentarse en él.

   — ¿No es lunes también hoy? —preguntó Fermín al ver a Lorenzo tan vestido de Sebastián.
         — Puede —contestó él.

         Había segundos en los que Fermín tomaba como cierta la posibilidad de que Lorenzo y Sebastián fuesen la misma persona. Más bien, con el tiempo, decir que había segundos en que no lo hacía, pasó a ser más correcto.
         El rocío que soportaba el parque cada noche restallaba los brillos cobrizos de los bancos; asimétricos, destartalados; tal vez contagiados de los rastrojos de vino del día anterior, tal vez no, o tal vez tan confundidos como estaban los baúles desnudos de mudanzas. Tan a medio hacer como una mudanza inacabada. Tan incompletos como un tú y un yo esperando turno para mudarse al nosotros.
         — Los lunes eran los de antes; cuando los lunes se llamaban miércoles, se llamaban martes, sábado, domingo. Los de ahora siquiera son lunes. Son otra cosa —dijo Lorenzo
         Resultaba extraño que a cada contestación que alargaban más de lo habitual, el banco se redujera cada vez más, haciéndose cada vez más esqueleto, cada vez menos banco.
.        — ¿Y por qué no ese banco? —preguntó Fermín poniendo la vista en el banco que tenía justo frente al que ocupaban, como examinándolo a través de la imaginaria ventana, sacando provecho de un momento en el que Lorenzo decapitaba, rindiendo honores fúnebres, un nuevo cartón.
         Ni por cien detalles que comparase, Fermín encontraría una diferencia entre aquel banco y sus vecinos.
         — ¿Por qué no ese? —se repitió.
— No. En ese morí por tercera vez. No.
— Este —contestó tajante. Le falló el tono de voz.
— ¿Y ese?, ¿y ese?  
Fermín fue repitiendo la misma pregunta hasta que no quedaron bancos en el parque por los que preguntar.
Siempre tropezó con la misma respuesta: No.

En ocasiones, Lorenzo se estiraba en la respuesta y añadía un número, pero por más alto que fuese, nunca cambiaba el sentido de la contestación: no.
— ¡Si estuviera aquí! Lo entenderías —se le escapó cuando Fermín casi que iba a claudicar.
— ¿Si…? Bah… —añadió Lorenzo frunciendo el ceño con el gesto más apesadumbrado que Fermín le recordaba en tiempos.
— ¡Si estuviera aquí!
— ¡Si estuviera aquí! —apostilló el eco.
— ¿Por qué los lunes? —volvió a preguntar Fermín sin dar tiempo a que Lorenzo se recompusiera.
Lorenzo, igual, puede que, tal vez dudase un instante antes de contestar, pero, aquella vez, con el cuerpo ya a medio desnudar, le resultaba más costoso volver a vestirlo que terminar de desnudarlo.
Terminó por confirmar la excepción el silencio. Al punto y final le correspondía uno más largo. Aquel estaba claro que era de pausa; así, tras uno de esos silencios que algunos definen como valorativos, continuó:
— Los lunes llegaron después. Primero hubo tiempo para los martes, para los jueves, para los sábados, para los días de fiesta y para los lunes que simplemente eran lunes. Después sí llegaron los otros lunes.
Aquella noche pudiera ser que el tú sin el yo finalmente encajasen. El yo empezaba a hastiarse del sabor a ropa guardada de los cartones gastados. Obviamente, a medida que encontraba agrado en el crujido del cartón de estrena, detestaba más y más el de los viejos. Era inexperto en ternura y creía haber olvidado la forma de olvidar.
El yo era Lorenzo. No había duda alguna.
— ¿Y el tú?
— El tú era ella. Era ella.
— ¿Entonces los lunes? —recondujo la conversación Fermín.
Lorenzo terminó por desprotegerse. Bajó la cabeza.
Fermín supo entonces que esa vez sí iba a contestarle, y lo mismo a sincerarse. Antes, usó sin reparos la manga de la chaqueta, otra vez, a modo de servilleta porque alguien, en alguna ocasión, le había hecho comprender que el reparo es lo primero que sobra de los bolsillos agujereados.
Había dos clases de nudos: los que ahogan el alma y los inservibles.

Los nudos que ahogan las sogas o se usan o acaban por aflojarse —decían.

Menuda patraña, en su alma ni uno solo se había aflojado jamás. Ni uno.
Además el que estrangulaba a Lorenzo era de los primeros. Y tenía nombre: Isabel.
— Cuando aún no era tiempo para lunes disfrazados, había hueco para el resto de días de la semana, para martes, para jueves, para sábados, tiempo para días de fiesta, para domingos con Isabel. Eso fue antes, antes de todo, mucho antes de preguntarle la hora justo al instante siguiente de haber querido olvidar el reloj bajo el puño de la chaqueta.
— Mira. Qué casualidad, como yo contigo —atestó Fermín en el discurso usando calzador. Tal vez buscando una gesto de complicidad, pero Lorenzo ya estaba a otras cosas, que no incluían aquello de devolver sonrisas.
— Ya… pero no. No hablamos de lo mismo —le dijo a su vez Lorenzo con un tono que por sí solo aclaraba: “esta interrupción pasa pero a la siguiente vuelvo al silencio”. Tono que, por cierto, Fermín entendió nítidamente.
— Isabel era los paseos por la playa —retomó su discurso Lorenzo— cuando siquiera la playa se vestía de arena, cuando no servía más que de embarcadero.
¡Cuántas noches hubiera querido olvidar Lorenzo de la manera que olvidaba ella! ¡Cuántas hubiese pactado no recordar con tal de que recordase ella!
Hasta el punto de que había priorizado los olvidos: lo primero, ese modo cruel en que la enfermedad había prostituido la vida de Isabel… y la suya con la de ella. ¿Qué sentido tiene resucitar a alguien día tras día, un día tras otro para volver a desahuciarlo al día siguiente?
Si a sus propias muertes —tres docenas rondando los setenta— no encontraba sentido, ¿de qué manera encontrarlo en el centenar que sumaba ya Isabel? ¿Cómo?
— ¿Qué si la recuerdo? Sí. ¿Qué si amé? ¡Claro! ¿Cómo se olvidan las manos en las que se sostiene tu vida cuando las manos aún tienen el uso que tienen las manos? El dorso, ¿para qué sirve el dorso de las manos? El de Isabel ya no sirve ni para peinar las hojas de los libros que leía de joven. Por lo demás el amor está tan sobrevalorado…
— ¿Qué si amé?
— Amé, claro que amé.
— Amé incluso cuando aún no sabía que amaba y, alguna que otra vez también amé a quien no quiso amarme, otras… bueno, otras creí amar cuando realmente no lo hacía; pero bueno, el amor es eso. Es extraño.
Decía las frases a cuentagotas, inconexas, como un quiero pero luego no, un no sé si puedo y si puedo, no sé hasta dónde.
— No es un pantalón que se baja cada vez que se sube una falda, tampoco son los besos, tampoco los te quiero que se dicen; y, mucho menos los que se callan; es más bien el hueco que queda en la memoria, el recuerdo al irte, y sobre todo es tiempo. Sobre todo tiempo.
— ¿Y tú, has amado alguna vez? —preguntó a Fermín. Más por hacer una pausa en su confesión que por interés en conocer si sí o si no. Tenía la impresión de haber hablado más que lo que lo hiciera en los primeros cuatro años de vida y, probablemente, también más de lo que lo haría los siguientes cincuenta.
Fermín quiso contestar que sí, que había amado, que por supuesto, pero fue incapaz.
En cierta medida, quería sincerarse. Contar de qué forma había corrido tras Inés entre los campos de trigo, cuando el tiempo solo era tiempo de pelear los besos pero no pudo. Le temblaba la voz como jamás le había pasado. Hasta ciñó los dientes de la forma en que se pronuncian los síes pero no encontró ninguno. No podía. Siquiera cuando Lorenzo le concedió el tiempo que tardaría un zurdo en rellenarse la copa con la mano derecha. Ni siquiera así fue capaz
— El amor, amigo Fermín, es regalar unos años que no volverán por amar a alguien incapaz de recordar cómo se ama. ¡Alguien incapaz de amarte!
Y el tiempo no se vende, ni se fabrica y mucho menos se recupera, Y eso es lo importante: El tiempo. Eso es el amor: el tiempo perdido.
Lorenzo había pasado tantas mañanas de lunes, tan iguales las unas a las otras que tenía asumidas varias cosas. Que la rutina solo amontona ayeres, que los sonidos pueden hacerse tan previsibles que se convierten en ruido y que el ruido, en demasiadas ocasiones, directamente se vuelve prescindible, casi que tanto como los consejos de quien parece vivir exclusivamente de dar consejos.
— Si habla es señal de que vive —se había cansado de escuchar a estos, a los que viven su vida tan a la mitad que olvidan utilizarla. Además, para mayor exasperación, aquello no era tan cierto. Demasiadas veces las habitaciones vivas son precisamente las que huelen a muerto, las que huelen a hombre harapiento.
Las otras, las habitaciones muertas, huelen a jabón, a limpieza de después de; esas sí que son verdaderamente las habitaciones muertas.

Fue en ese tiempo cuando Lorenzo se empeñó en madurar su vejez en la alameda. El tercer banco fue por simple casualidad y Lorenzo siempre se había dado a las casualidades, tuviesen el nombre que tuviesen.








































XV

         Lorenzo tenía cuando menos dos cosas claras: que el banco sobre el que había decidido descontarse horas de vida no era diferente a los demás y que, a pesar de ello, era el mejor banco de la alameda. Tuvo ambas cosas claras desde que escuchó por primera vez el crepitar de la hojarasca bajo sus pies. Fue la misma noche en que entendió que por más que los silencios fuesen los mismos, no sonaba igual el día que la noche. Y no solo eso, sino que tampoco se guardaban igual esos silencios en un banco que en otro.
         Todo lo aprendió de una misma vez. Todo, aquella noche.
         El banco; el tercero de los siete, a duras penas tenía fuerza para seguir en pie, para no resquebrajarse. Sin embargo, la impresión que daba el hombre era que aquella eventualidad no le importaba en exceso. Aquella mañana Isabel había despertado queriendo desmemoriar los días de la semana. Primero los de entremedias, luego los domingos viudos de abrigo, después los demás domingos y después los demás de los demás. Uno a uno, dos a dos, tres a tres, hasta quedarse sólo con los lunes. Al día siguiente también le sobraron los abrigos.
Dos mañanas después olvidó —porque decidió que era día de olvidar— el nombre con el que la habían vestido. La mañana siguiente olvidó el mío; la siguiente olvidó otra vez el suyo y la siguiente… la siguiente tomó atajo desmemoriando todos los nombres del mundo.
Un mes más tarde había guardado tantos nombres en el cajón de los nombres olvidados que le costaba que cerrase. Al siguiente mes solo quedaba uno en el cajón. Al siguiente, apenas había diferencias entre Isabel y un mueble isabelino. Si acaso, para ahondar más en la tristeza, el tiempo corría a favor del segundo, revalorizándolo más y más a cada día que descontaba. Ella, sin embargo, cada día despertaba más cerca de abrazar la decrepitud más absoluta y con ella, arrastrar a Lorenzo.
— Lo siguiente en Isabel fue enemistarse: con ella por no saber quién era, con el espejo por no saber devolverle las miradas, conmigo por no saber cómo arreglar el espejo… con el mundo.

Por su parte, desde su retiro en la alameda, Lorenzo había podido descubrir el color de los días arcoíris, y no por encontrarse con ellos por primera vez, sino por no ser quien de recordar cuando había estrenado el último sin el tinte ennegrecido que tanto aborrecía. Tampoco, aunque lo pensara durante horas, era capaz de adivinar en qué instante los días habían tomado la decisión de vestir igual.
¿Qué importancia podía tener? De todas formas, cuando empiezan a escasear las aspiraciones, el parque no resultaba ser un mal lugar para olvidar.
Para desprenderse de todo. De todo, a excepción de los recuerdos, que era tanto como no poder olvidar nada.
Lorenzo, Fermín, Jesús y hasta el Joaquín de nueve años sabían que cuanto más atrás dejaban el momento en que habían nacido de deshilvanar la última hebra de aire de los suspiros, de deshacer costuras y de cuantos “des” más hubiesen nacido, más se aproximaban a los años en los que los olvidos se hacen necesarios.
Muy de poco a poco, Lorenzo había ido cincelando un timbre de voz acorde a los epílogos. Muy del hastío si el hastío tuviese que usar uno. Ese tono cansino que tiene el que se obliga a excusarse una y otra vez, a cada frase, como si fuese culpable de todos y cualquier resbalón.
— Venga. Vamos a casa.
— Vámonos —decía ella; aunque muchas veces ya estuvieran en casa.
— ¿Sabes qué hora es?
— ¿La de comer? — acostumbraba responder, sin tener en cuenta la hora, sin tener en cuenta si ya hubiese comido o si faltase un mundo para hacerlo. Últimamente, en todas sus conversaciones había más interrogaciones en las respuestas que en las preguntas, y no dos o tres, sino que muchas más.
A Lorenzo le resultaba —siempre lo había hecho— extremadamente curioso que el tiempo no supiese de qué forma recomponer los rostros tristes. Quizá solo fuera envejecimiento… quizá fuera algo similar a lo que constriñen los relojes a sus manecillas o, quizá que al alcanzar cierta edad, en lugar de contar horas, las descuentan. Esa fue la primera confianza que dejó de lado Lorenzo: la del tiempo. Luego le seguirían muchas otras.
A la misma velocidad que Isabel trasvasaba nombres de un cajón a la nada, Lorenzo llenaba los suyos; todos los cajones suyos, de incertidumbres. En ellos, aún cerrados, descubría en qué lugar comprar sueños para sobrellevar noches o en qué otro alquilar gratis nuevas preocupaciones. Irremediablemente, a su pesar, en muchas de las veces, de manera inconsciente.
Así, incertidumbres y desconfianzas confluyeron y Lorenzo empezó a sumar miedos a perder; a convertirse en el hombre harapiento que moría día a día en el banco del parque. Fue cuando empezó a contar los lunares del cuerpo a Isabel, como si hubiese admitido perderla, pero entera; no trozo a trozo; cuando sumaba las habitaciones de casa cuando salía y las recontaba cuando regresaba, no fuera que en su ausencia, hubiera perdido alguna.
— No hay nada como las calles vacías para pensar y nada como las noches de lunes para andar —dijo a sabiendas de que los lunes siempre eran de calles vacías.

Por aquel entonces los ojos de Fermín ya parpadeaban de esa forma poco habitual; no de la que pasa inadvertida por frecuente, esa que es una más entre cientos de miles, sino que lo hicieron como si de ellos dependiese iluminar todas las farolas del pueblo. Los de Lorenzo, sin embargo, se empequeñecieron; sabían que cuando se excarcelan las miradas ya no queda nada más que proteger. Lo mismo le había ocurrido con las habitaciones: cuantos más olvidos amontonaba Isabel, de más habitaciones se deslastraba Lorenzo. Una, después otra, luego otra, después le sobraron varias a la vez, y así, de habitación en habitación, hasta que llegó ese momento en que una se le hacía grande y dos le estorbaban.
¿Y a qué se renuncia cuando se ha renunciado a todo? A las tertulias nocturnas, a los paseos de entretiempo, al traje de boda, a un día de la semana…

— Siempre queda algo a que renunciar aunque ya se haya renunciado a todo —dijo de soslayo Fermín.
— ¿Eh Fermín? ¿A qué se renuncia? ¿A qué?

Lorenzo, antes de completar la mudanza al parque, antes también de convertirse en el hombre harapiento, ya era un manojo de despropósitos. Un batiburrillo de incertezas, del tipo de incerteza que sobreviene tímida, como el limosnero zafio, que antes de rogar billetes porque las monedas le agujerean los bolsillos, embiste al paseante con un enclenque: — Buenos días, parece que refresca.
Luego, algunas incertezas —las menos— se fueron resolviendo. Las otras, por el contrario, cada día ahogaban más; tanto como los alzacuellos sin fe. Y de entre estas, Lorenzo había aprendido a convivir con una: mientras él era más manojo de dudas, Isabel no. Es más, ella siquiera se negó cuando Lorenzo empezó a regalar habitaciones. Fue el mismo día que no recordó cómo se abotonaban las camisas.
Él, a diferencia de quienes se limitaban a buscar belleza en lo que ya de por sí rayaba lo perfecto, siempre había sido de encontrarla en lo corriente, en lo cotidiano por más que aquella noche no encontrase nada que le obligara a volver la cabeza. Aquella noche había nacido con un uso definido, propicia para caminarla, para saborearla en tragos limpios que nada tendrían que ver con el vino rancio de los cartones. Tenía ese aspecto de noche de verano que asoma entre las de entretiempo, sin haber pedido vez; ese tipo de noche que crea el recelo de las demás, temerosas de ver usurpado su lugar. Quizá por ello fue por lo que la eligió Lorenzo para confesarse.

— Créeme Fermín. Es así.

Cada cumpleaños vencido era una mudanza más a la espalda. Un peso muerto heredado, cada vez más cruel con Lorenzo. Una promesa incumplida más, un sueño finiquitado antes de hora; un nuevo luto sin esperanza a sumar a los anteriores, era envejecer dos lustros de una sola vez. Era envejecer.

— Lo único malo, Fermín, es que yo ya ni envejezco de la forma que envejecen los demás.

Lorenzo se había disfrazado tanto de hombre harapiento, había acostumbrado el cuerpo tanto al baldío paso del tiempo, que casi había olvidado que las mudanzas no pesan lo mismo con dieciséis años, cuando los pasatiempos consistían en salvar las embestidas del ogro en la casa vecina, que con setenta.

— Es lunes —dijo.    
Y lo era.

Estaba tan acostumbrado a sortear muertes que la última le cogió por sorpresa. Llevaba tantas resucitadas que se había creído inmune. Siempre era lunes. Las semanas eran como esa noria que después de dar cincuenta giros a derecha y otros cien a izquierda siempre acaba deteniéndose en el mismo punto. Así eran sus semanas de lunes. Doce años de lunes; de un lunes tras otro, anclado al banco de alameda. Al tercero de los siete. Uno, otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro y otro, así colocados en fila.
¿De qué material habían hecho aquellos lunes para sobrevivir todos a tantas mudanzas, a tantas muertes? ¿A todas las mudanzas, a todas las muertes?

— ¿Entonces los lunes?

Fermín quiso reconducir una vez más la conversación antes de que se desviase tanto como para no encontrar el camino de regreso. Había percibido en el rostro de Lorenzo ese rictus indolente de artista; esa mueca premeditada que usan los artistas cuando lanzan un órdago de farol, cuando disimulan no afligirse, ni cuando suman en otros los fracasos propios.
— Los lunes, Fermín, llegaron demasiado pronto; aunque el problema no fue cuando llegaron, el problema era… el problema es que no se van.
— No se van.
— Jamás se irán.
— Fue un lunes cuando Isabel olvidó la forma en que se abotonaban las camisas, fue lunes cuando intentó abotonar otra hasta el sobrecuello, fue lunes cuando regalé la penúltima habitación, y fue también lunes cuando quise olvidarla. Entera. No de una parte. No. Entera. De pies a cabeza, desde el sonido de su voz hasta el traqueteo tímido de sus talones; y fue lunes cuando dos días más tarde, al volver de comprar el periódico me descubrí frente a frente a una casa que había dejado de conocer.
Así fue como Isabel fue perdiendo días y yo perdiendo habitaciones. En compensación, ella ganaba tiempo y yo las vidas que ella perdía.
Fermín no decía nada. Había decidido no intervenir salvo que el cielo se le cayese en la cabeza. Y de momento, le parecía aún bien sujeto allá arriba.
— ¿Y para qué? —te preguntarás. Continuó Lorenzo.
Fermín no vio obligación ahí y no contestó.
— Bueno —retomó la conferencia Lorenzo— algunas me sirvieron para las mudanzas, otras fueron necesarias para explicar porqués, para instigar porsiacasos, adivinar cuándos, otras… en fin, ni fu ni fa, simplemente llegaron nada más que para cambiar un aquí por un allí.
Los últimos días que perdió fueron los sábados; los primeros los martes. Los sábados eran, desde siempre lo habían sido, de no tener prisa; pero Isabel también quiso convertir los sábados en lunes.
— Entonces… ¿dónde quedan los lunes?— quiso preguntar por cuarta vez Fermín. Esta vez sí creyó necesario intervenir aunque el cielo no descolgase.
— ¿En serio? No sé si no lo ves o si, directamente, no tienes intención de verlo —le espetó rápidamente Lorenzo, a modo de reproche. Luego retomó una vez más su historia.
Fermín no daba crédito muchas veces a las reacciones de aquel hombre. A su juicio, no había dicho ningún tipo de improperio. De todas formas, enmudeció, tal vez, para evitar más encontronazos absurdos.
— Los lunes están en todos los días de la semana, es más están allá dónde mires. En todo lo que seas capaz de imaginar: en los túneles de salida de los laberintos, en las nubes de crema, en los bancos con vistas de los parques…
— Ya —se le escapó a Fermín. Miró hacia arriba y a riesgo de que le cayesen las nubes encima, dijo:
— El problema, Lorenzo, es que ni existen túneles con vistas, ni bancos que no estén enjaulados en alamedas a medio abandonar, ni mucho menos, existen nubes de crema.
— No hay nubes de crema, Lorenzo. No hay.
— Bueno, puede ser… pero eso aquí poco importa —soltó a modo de sentencia absolutoria antes de hurgar con la mano en la diminuta cajita de madera de la que escudriñaba pliegos envejecidos.
De cuando en cuando, se ayudaba del dedo mojado en saliva para atender unos y desechar otros, como si en aquellas minúsculas cartulinas estuviera anotado todo lo que decía.
Fue en ese mismo momento, viéndolo rebuscar entre los pliegos con un mimo, con una delicadeza que no le atribuía, cuando Fermín cayó en la cuenta de que lo que allí tenía escrito Lorenzo no eran quehaceres pendientes de traslado al diario de “a media mitad”, ni ideas a pie de página. Tampoco parecían hojas de ruta de los socavones vadeados con éxito y mucho menos eran anotaciones de medios párrafos a leer.
En ese momento comprendió que, en realidad, toda la vida de Lorenzo era la que estaba reflejada en los cartones descoloridos que guardaba en la caja de madera.
Tal vez porque se dio cuenta de ello, tal vez por casualidad, otra casualidad más, a modo de confirmación, Lorenzo le tendió el paquete de pliegos zurcidos.

— Estos son los lunes — le dijo.
Todos los lunes.

Lo primero que vio Fermín es que todos los papeles parecían el mismo. Todos tenían el mismo color viscoso y todos empezaban igual. 

— «Lunes» (doble subrayado) Hoy es lunes. Lunes de invierno. Siempre es lunes. Siempre es invierno.

En cuanto leyó el primero comprobó que no. No eran iguales, ni casi que parecidos, por mucho que todos empezasen igual. Aquellos fieltros zurcidos entre sí, sujetos a hilos de tantos colores y escritos con trazos tan torcidos como cartones de vino hubiese tardado en zurcirlos, en realidad formaban un álbum, a veces numerado, de todas las muertes que Lorenzo había ido esquivando.
Eso fue lo siguiente en que se fijó; en que en algunos figuraba un número y en otros no.

«Lunes» (doble subrayado) Hoy es lunes. Lunes de invierno. Siempre es lunes. Siempre es invierno.

«Lunes» (doble subrayado) Hoy es lunes. Lunes de invierno. Siempre es lunes. Siempre es invierno. Lunes, primera vez.

«Lunes» (doble subrayado) Hoy es lunes. Lunes de invierno. Siempre es lunes. Siempre es invierno. Lunes, séptima vez.

Así, una a una, hasta la última con número que encontró que era la de la séptima. Sin número había muchas más.
Al instante también le encontró significado a aquella careta rancia de ignorar sin remordimiento los consejos aún más rancios de cuanto aprendiz de Cupido se le acercase.
El día siguiente despertó despejado, con el cielo en el mismo sitio, sin haber caído, sin manchas en las nubes, sin nubes de crema ni laberintos con túneles de salvavidas. El cielo parecía un inmenso océano azul que había nacido a unos cuantos kilómetros sobre sus cabezas y que, junto a las nubes de crema —que nunca eran de crema— había engullido el mundo en el que habitaba Lorenzo: la cárcel en que se había convertido casar un botón con su ojal, las tazas lavadas de un almuerzo que nunca había existido, el abrigo tan abrigo que tan solo servía de escondite de la desnudez, el eco de la mirada rebotando en otra miradas antes de dormirse, los lunes después de los lunes, los lutos que calan la epidermis de las chaquetas, las lágrimas tan lágrimas que brotan aún con los ojos cerrados.
A todo había engullido el cielo tan azul que parecía un inmenso océano.
De las nubes de crema, no encontró rastro, tal vez, sencillamente porque no hay nubes de crema.

«Lunes» (doble subrayado) Hoy es lunes. Lunes de invierno. Siempre es lunes. Siempre es invierno. Lunes, séptima última vez.

Aquella mañana la voz de Lorenzo sonó demasiado a Sebastián, demasiado a epílogo, demasiado hilo de voz antes de.

No tuvo tiempo de más.